Diario SUR Sábado 22 de junio, 2019
Federico
Soriguer. Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias
Decía Heinrich Böll:
"Me aburren los ateos, siempre están hablando de Dios”. Este periódico dedica un espacio importante a
las manifestaciones religiosas y en
estas mismas tribunas escriben con
frecuencia colegas y amigos a los que admiro, desde su posición de creyentes comprometidos
con el mundo, lo que es una aclaración necesaria pues la fe en Dios y el
compromiso con el mundo no son dos cuestiones que tengan por qué coincidir. En la
mayoría de estos artículos hay un reconocimiento a la existencia de los otros,
los ateos, con una actitud tan respetuosa como escéptica, reconociéndoles, si
acaso no son cierta condescendencia, la
categoría de agnósticos. Pero agnóstico es un hallazgo semántico que lo mismo
sirve para identificar a un ateo liquido que a un creyente con dudas, que son la mayoría, como es natural.
Hay en los creyentes un cierto temor a reconocer que haya personas verdaderamente ateas. Pero
a falta de pruebas más consistentes, ateas son todas las personas que dicen serlo,
como son creyentes todos los así lo afirman.
Con demasiada frecuencia la
prueba de fe es la de la práctica religiosa. Un hombre religioso se supone que
debe ser creyente, lo que es mucho suponer, pues hay ateos religiosos como los hay
religiosos ateos. El caso de Don Manuel,
el personaje de la novela de Unamuno: Don Manuel bueno y mártir”, es un buen
ejemplo de estos últimos. Hay una cierta
confusión a la hora de considerar a una persona como religiosa. Como religiosa
se suele entender a aquella persona que se
adscribe a un determinado credo y que
sigue los ritos que conciernen a ese credo. Etimológicamente la palabra
religión viene de religare y en español hoy en día se refiere al conjunto
de creencias, prácticas rituales, dogmas y normas morales que están
relacionados con Dios. Pero hay también
otra manera de entender la idea de religiosidad, más cercana a la verdadera
naturaleza de la emoción religiosa. Hay personas que mantienen estrechos
vínculos interpersonales, así como un
sentido trascendente de su existencia, expresado a través del compromiso con la sociedad y con
el mundo, que a falta de otra palabra mejor, les cuadra, sin que chirríe demasiado, la palabra religiosidad. Es una religiosidad
laica, cuyos miembros no pertenecen a
una Iglesia ni se deben a unas normas o reglas determinadas ni se sienten
obligados a aceptar las directrices
jerarquizadas de la institución. Frente a la heteronomía de los creyentes que
profesan una fe determinada, estas personas que ejercen la religiosidad laica
como una forma de compromiso moral, político, ciudadano y universal, reclaman
el derecho a la autonomía moral. Frente a quienes creen que fuera de la
ortodoxia religiosa no hay salvación, esta nueva (o no tanto) manera de
entender la religión es depositaria de valores universales, como los derechos
humanos, el respeto a la diferencia y a la diversidad, el compromiso con el
futuro de la especie humana y del planeta Tierra. Ser creyente a la manera tradicional es hoy irrelevante.
Frente a la fe en un Dios omnipotente,
omnicomprensivo, omnisciente, es decir en un Dios inasible para los límites de
lo humano, la fe en la vida como el resultado de un largo camino, que nos une
con el resto de los seres animados e inanimados. La grandeza de este Dios
mundano es algo menor que la del Dios de la Biblia, pero es una grandeza que se
puede tocar, palpar, estudiar, interrogar. Es el Dios hecho hombre. Seguir,
después de Copérnico, de Darwin, de Freud, de las dos grandes guerras mundiales,
confiando en la providencia de un Dios del
que solo conocemos sus silencios o sus palabras interpretadas no siempre por gente de fiar, es
una opción, aunque no muy convincente
para cada vez más personas. Hay muchas
formas de responder a la llamada del misterio, a la angustia de la muerte, a las grandes preguntas sin respuestas, que no pasan necesariamente por el
sobrecogimiento. El hombre de hoy ha
pasado del asombro a la curiosidad. Hoy comenzamos a saber que los hombres
somos animales religiosos y morales. En esto se ha basado nuestro éxito
evolutivo. No podemos no ser creyentes ni podemos dejar de ser religiosos. Dios
no ha hecho el mundo, somos los humanos
los que hemos inventado a Dios. Es esta una de las razones por las que hay tantos dioses como culturas. Y es a este
Dios humanizado al que podemos adorar, temer, o rezar. Un Dios en el que todos nos
podríamos encontrar. Un dios menor y necesario. Chesterton decía que cuando se
deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa. Llevaba razón. Cada
época ha inventado sus dioses. La cuestión no es si Dios existe sino si los
hombres, todos los hombres, seremos
capaces de encontrarlo en el interior de nosotros mismos. La religión cristiana
lo vio lucidamente cuando imaginó el misterio de la Encarnación y lo convirtió
en dogma ya en el concilio de Nicea. Veinte siglos después Darwin dio los
primeros pasos para desentrañar este misterio.
Si Dios es nuestro destino, como dicen los creyentes, definitivamente
todos, creyentes o no, lo llevamos
dentro, muy pegado al DNA de nuestros genes. Entonces ¿cuál es el problema?.
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