SUR
Opinión
La Tribuna
La
función de la ciencia no es solo investigar los mecanismos de las enfermedades
sino también las causas. Los mecanismos
son necesarios para encontrar dianas terapéuticas. El estudio de las causas lo
es para la prevención
FEDERICO
SORIGUER. Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias
Martes 23 Julio 2019
08:57
Se dice de Einstein que cuando alguien le comentó que
había más de 100 sabios que estaban en contra de su teoría, contestó: ¡con que
uno solo lleve razón¡ Las cosas porque
se repitan mil veces no son necesariamente ciertas. Hice mi tesis doctoral sobre el tejido adiposo en la obesidad. Desde
entonces han pasado más de cuarenta años, cientos de miles de publicaciones
científicas, y millones de euros gastados en decenas de fármacos para el
tratamiento de la obesidad. ¿Y cuál es el resultado? No hay más que mirar
a nuestro alrededor. Ángel Escalera en este periódico, el pasado día 21 de julio, en un excelente reportaje, recogía las
opiniones de una serie de expertos en endocrinología sobre la situación actual,
recalcando sus dos demandas más
significativas. La necesidad de que la obesidad sea reconocida como una enfermedad crónica y que el Sistema Sanitario
Público recoja en su petitorio el último
fármaco comercializado (cuyo nombre en
contra de toda la tradición hipocrática de independencia, se cita). Lo diré sin ambages. Si yo fuera el
ministro o la ministra de sanidad no haría ni una cosa ni la otra. La primera
porque una sociedad científica no es quien
para reclamar el estatuto de enfermo para alguien. Esto era en una época
en donde los médicos teníamos todo el poder del mundo pero muy lejos del momento actual en el que los movimientos sociales de
emancipación están pidiendo y consiguiendo,
precisamente, la despatologización
de muchas entidades clínicas. Pedir que las personas obesas sean consideradas
enfermos crónicos tiene algo del viejo tufo paternalista que con tanto esfuerzo
los médicos nos hemos ido quitando de encima. Especialmente si la justificación
es evitar la estigmatización de las personas obesas, cuando la mayor de todas las
estigmatizaciones, hoy lo sabemos, es, precisamente, la catalogación como
enfermos de millones de personas que ahora solo se consideran
gordas. Y que me disculpen mis antiguos colegas
y amigos, pero tampoco autorizaría la
introducción en el petitorio del sistema sanitario público, de un nuevo fármaco
para tratar la obesidad. No por capricho sino por prudencia. En el año 1999
publiqué con el Dr.Tinahones un trabajo titulado: “El principio de
precaución y el tratamiento con fármacos
de la obesidad” en el que se concluía que en términos coste /beneficio no
estaba justificado el mantenimiento en
el mercado de los fármacos existentes hasta ese momento para el tratamiento de
la obesidad y de cómo los intereses en
conflicto entre médicos e industria farmacéutica fueron una de las
razones para que algunos de los fármacos se mantuvieran más tiempo del
razonable. La historia posterior no ha
hecho más que darnos la razón. A lo largo de este siglo XXI, otros fármacos como la sibutramina y el rimonabant, han sido autorizados, comercializados y
después de varios años en el mercado, numerosas complicaciones algunas muy graves y millones de euros gastados, han tenido que ser retirados del mercado. La
historia no es nueva. Los Servicios Públicos de Salud, el andaluz entre ellos
son verdaderos laboratorios de experimentación natural. El Dr. Olveira, actual
director de Unidad de Gestión Clínica de Endocrinología y Nutrición del Hospital Regional (antiguo Carlos Haya), hizo
la tesis doctoral sobre el consumo de fármacos antidiabéticos en Andalucía.
Pudimos ver como el consumo y el gasto iba aumentando desde los años ochenta de
manera lenta y progresiva como correspondía al incremento de prevalencia y a la
mejora de la atención clínica de las personas con diabetes. Pero en el año 1994
ocurrió un acontecimiento inesperado. Mientras que el consumo seguía su lento
crecimiento el gasto en fármacos antidiabéticos se había duplicado. ¿Qué había
ocurrido? Pues que se había introducido en
el mercado un medicamento, la acarbosa, que se presentó como una panacea terapéutica y los médicos comenzaron a recetarla
indiscriminadamente, Pocos años después ya nadie se acuerda de la acarbosa. En
el intermedio los andaluces habíamos dilapidado
millones de euros (que habían ido a los
bolsillos de la compañía productora).
Podríamos seguir con los ejemplos. Así que si yo fuera ministro o
ministra de sanidad ni aumentaría en 10 millones, más o menos, el censo de enfermos nacionales, ni
autorizaría el nuevo fármaco para ser recetado en la sanidad pública. Lo curioso
es que en vez de ser las sociedades científicas las que ejerzan desde la
responsabilidad, sea la administración
la que tenga que mantener el rigor y la
prudencia terapéutica. La función de la ciencia no es solo investigar los
mecanismos de las enfermedades sino también las causas. Los mecanismos son necesarios para encontrar
dianas terapéuticas. El estudio de las causas lo es para la prevención. Desde que Marañón publicara
en el año 1926 su famoso librito “Gordos y flacos” no se ha avanzado ni un
milímetro en el tratamiento y no digamos
en la prevención de la obesidad. Lo
sorprendente es que desde el establecimiento
médico y científico apenas sale ninguna
idea que ya Marañón no propusiera hace un siglo. Todos los años y en todas las
declaraciones la misma cantinela. Hay
que comer menos y hacer más ejercicio. Mientras, la incidencia de obesidad aumenta imparable. En este tema las sociedades
científicas siguen mirando al dedo del niño que señala la luna. Pero si
queremos ser realmente útiles habría que comenzar a plantear el problema con
otra mirada. Como en esa famosa
conversación entre el general y su ayudante de campo quienes desde lo alto de la colina veían como sus
tropas eran derrotadas. “Mi general ya que
no podemos ganar la batalla al menos deberíamos cambiar de conversación”.
Y es este el único consejo que puede permitirse un medico jubilado.
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