DIARIO
SUR. La tribuna. Jueves, 10 enero 2019
https://www..es/opinion/siglo-filosofos-20190110202251-nt.html
No somos nosotros, sino nuestros genes los que deciden, genes que a su vez
pueden ser programados desde fuera, ahora a escala mundial gracias a las nuevas
y virtuales tecnologías
FEDERICO SORIGUER. Médico. Miembro de
número de la Academia Malagueña de Ciencias
El pasado día 6 de enero, un diario de difusión nacional nos obsequió como
regalo de Navidad con un artículo de Yuval Noah Harari titulado «Los cerebros
hackeados votan». La tesis que sostiene en el artículo no es nueva y ya la
había adelantado en su libro 'Homo Deus': El libre albedrío no existe. No
existió nunca, pero ahora la neurociencia lo ha demostrado. Somos carne de
manipulación de las nuevas tecnologías de la desinformación. Somos cerebros
programables que aún viven con la fantasía de creer que saben lo que quieren y
lo que desean. No somos nosotros, sino nuestros genes los que deciden,
genes que a su vez pueden ser programados desde fuera, ahora a escala mundial
gracias a las nuevas y virtuales tecnologías.
Si todo esto así y para Harari no hay duda de que es así, la democracia ha
muerto. Pues así será si lo dice persona tan afamada, pero la fama, se sabe
desde que lo dijera lapidariamente Rilke, «no es más que un
conjunto de malos entendidos en torno a una persona». Me lo aclaró mejor el
profesor Antonio Diéguez Lucena cuando en respuesta a ciertas dudas que el
libro de Harari me sugería, me precisó en un Whatsapp: «Federico, no te fíes de
todo lo que dice Harari». Porque lo interesante es que junto a cosas muy
interesantes Harari hace pronósticos apocalípticos. ¿Y desde dónde los hace
Harari? Pues desde sus interesantes y apocalípticos genes. ¿Desde dónde si no?
Unos pequeños dictadores los genes de Harari, que más que una estructura
química de forma helicoidal se parecerían a aquel homúnculo que ya
el alquimista Paracelso afirmó haber creado al intentar encontrar la
piedra filosofal, uno de cuyos beneficios era la 'juventud eterna'. Un
homúnculo que anidaría en el interior de las cabezas de todos los humanos en
forma de gen y que estarían bajo el dictado de otros homúnculos lejanos,
residentes en otras cabezas que, desde las sombras, están diseñando nuestras
voluntades y deseos: ¡Vota a Trump!, nos dice uno; ¡No, a Sánchez!, grita el
otro; ¡a Vox!, ¡a Casado!, ¡toma Coca-Cola!, ¡no la bebas!... Y así, uno tras
otro, unos diabólicos 'influencer' dictan al oído de los genecillos-homúnculos
de Harari lo que debemos hacer y cómo debemos de comportarnos.
Lo sorprendente es que ni manipuladores ni manipulados saben lo que hacen,
como ni siquiera Harari sabe lo que dice, aunque, eso sí, tiene conciencia de
lo que ocurre en el mundo y lo cuenta. Pero una cosa es la conciencia y otra la
voluntad, pues si tuvieran voluntad después de ser consientes, pues no lo
harían o harían lo contrario de lo que dice el homúnculo, especialmente Harari,
que él sí que es muy consciente cuando con lucidez nos advierte de la
inexistencia de tal cosa como el 'libre albedrío' (por cierto, utilizando un
término castizo y anticuado).
Es interesante señalar que Harari data el nacimiento de esta fantasía del
libre albedrío en la aparición del cristianismo, pues sin él las gentes no
tendrían noción del bien ni del mal ni, por tanto, podrían ser castigados con
el fuego eterno. Un cristianismo (el católico) culpable del nacimiento de esta
ficción del libre albedrío, tan culpable, supongo, como de su muerte, ahora
anunciada por Harari a manos de ese otro cristianismo (ahora calvinista) que
firmó el certificado de defunción del libre albedrío con su obstinada teoría de
la predestinación, no muy distinta a la que ahora Harari con el apoyo de la
neurociencia predica. A mí, modestamente, me parece que Harari cree que la
gente sigue como aquella dama victoriana que habiéndole llegado noticias de que
«los hombres descendemos del mono» le recomendaba a la criada que «por favor,
por lo menos que no se entere el vecindario». Pero sobre todo me parece que
sigue anclado a un concepto de gen y de genética del siglo pasado.
El genocentrismo es hoy una opción ideológica, más que científica. Porque
los genes no son más que estructuras químicas carentes del poder metafísico que
algunos biólogos y ciertos divulgadores le quieren adjudicar. Los genes y con
ellos el resto del cuerpo son el resultado de una compleja interacción con un
medio ambiente que en los humanos adquiere la categoría de cultura. Una
interacción de doble flujo. Los genes, ciertamente, influyen en la cultura y la
cultura también en los genes. Hoy sabemos que la genética es además epigenética
y que el genoma es una estructura dinámica, llena de elementos que pueden
moverse entre diferentes parte del genoma, capaces de modificar el ADN en sus
inmediaciones. Y es de esta interacción de donde surge la diversidad biológica
y cultural que son la base y la única garantía de la libertad. Es de la
diversidad de lo que deberíamos de preocuparnos y no tanto del libre albedrío.
No soy genetista ni sociólogo y no quisiera seguir por aquí, pero me temo que,
mal que le pese a los Harari(s), el hombre es un animal inacabado que no ha
llegado hasta aquí a base de escuchar a sus genes (solo), sino porque en un
momento se produjo una especialización adaptativa que después se llamó cultura
(en la que se incluye la ficción de la libertad) a la que probablemente no
puede renunciar por las mismas razones biológicas que Harari y todos los Harari
están empeñados en que lo hagamos.
En todo caso este apasionante debate refuerza una tesis, más bien una
profecía, a la que hoy pocos se sumarían. El siglo XXI no será el siglo de la
ciencia, sino el de los filósofos. E inmediatamente me surge una duda. ¿Dónde
estará escondido el maldito 'hacker' que me ha dictado ésta, tan improbable
como extravagante, profecía?