sábado, 12 de enero de 2019

EL SIGLO DE LOS FILÓSOFOS



DIARIO SUR. La tribuna. Jueves, 10 enero 2019
https://www..es/opinion/siglo-filosofos-20190110202251-nt.html
No somos nosotros, sino nuestros genes los que deciden, genes que a su vez pueden ser programados desde fuera, ahora a escala mundial gracias a las nuevas y virtuales tecnologías
El siglo de los filósofosFEDERICO SORIGUER. Médico. Miembro de número de la Academia Malagueña de Ciencias
El pasado día 6 de enero, un diario de difusión nacional nos obsequió como regalo de Navidad con un artículo de Yuval Noah Harari titulado «Los cerebros hackeados votan». La tesis que sostiene en el artículo no es nueva y ya la había adelantado en su libro 'Homo Deus': El libre albedrío no existe. No existió nunca, pero ahora la neurociencia lo ha demostrado. Somos carne de manipulación de las nuevas tecnologías de la desinformación. Somos cerebros programables que aún viven con la fantasía de creer que saben lo que quieren y lo que desean. No somos nosotros, sino nuestros genes los  que deciden, genes que a su vez pueden ser programados desde fuera, ahora a escala mundial gracias a las nuevas y virtuales tecnologías.
Si todo esto así y para Harari no hay duda de que es así, la democracia ha muerto. Pues así será si lo dice persona tan afamada, pero la fama, se sabe desde que lo dijera lapidariamente Rilke,   «no es más que un conjunto de malos entendidos en torno a una persona». Me lo aclaró mejor el profesor Antonio Diéguez Lucena cuando en respuesta a ciertas dudas que el libro de Harari me sugería, me precisó en un Whatsapp: «Federico, no te fíes de todo lo que dice Harari». Porque lo interesante es que junto a cosas muy interesantes Harari hace pronósticos apocalípticos. ¿Y desde dónde los hace Harari? Pues desde sus interesantes y apocalípticos genes. ¿Desde dónde si no?
Unos pequeños dictadores los genes de Harari, que más que una estructura química de forma helicoidal se parecerían a aquel homúnculo que ya el alquimista Paracelso afirmó haber creado al intentar encontrar la piedra filosofal, uno de cuyos beneficios era la 'juventud eterna'. Un homúnculo que anidaría en el interior de las cabezas de todos los humanos en forma de gen y que estarían bajo el dictado de otros homúnculos lejanos, residentes en otras cabezas que, desde las sombras, están diseñando nuestras voluntades y deseos: ¡Vota a Trump!, nos dice uno; ¡No, a Sánchez!, grita el otro; ¡a Vox!, ¡a Casado!, ¡toma Coca-Cola!, ¡no la bebas!... Y así, uno tras otro, unos diabólicos 'influencer' dictan al oído de los genecillos-homúnculos de Harari lo que debemos hacer y cómo debemos de comportarnos.
Lo sorprendente es que ni manipuladores ni manipulados saben lo que hacen, como ni siquiera Harari sabe lo que dice, aunque, eso sí, tiene conciencia de lo que ocurre en el mundo y lo cuenta. Pero una cosa es la conciencia y otra la voluntad, pues si tuvieran voluntad después de ser consientes, pues no lo harían o harían lo contrario de lo que dice el homúnculo, especialmente Harari, que él sí que es muy consciente cuando con lucidez nos advierte de la inexistencia de tal cosa como el 'libre albedrío' (por cierto, utilizando un término castizo y anticuado).
Es interesante señalar que Harari data el nacimiento de esta fantasía del libre albedrío en la aparición del cristianismo, pues sin él las gentes no tendrían noción del bien ni del mal ni, por tanto, podrían ser castigados con el fuego eterno. Un cristianismo (el católico) culpable del nacimiento de esta ficción del libre albedrío, tan culpable, supongo, como de su muerte, ahora anunciada por Harari a manos de ese otro cristianismo (ahora calvinista) que firmó el certificado de defunción del libre albedrío con su obstinada teoría de la predestinación, no muy distinta a la que ahora Harari con el apoyo de la neurociencia predica. A mí, modestamente, me parece que Harari cree que la gente sigue como aquella dama victoriana que habiéndole llegado noticias de que «los hombres descendemos del mono» le recomendaba a la criada que «por favor, por lo menos que no se entere el vecindario». Pero sobre todo me parece que sigue anclado a un concepto de gen y de genética del siglo pasado.
El genocentrismo es hoy una opción ideológica, más que científica. Porque los genes no son más que estructuras químicas carentes del poder metafísico que algunos biólogos y ciertos divulgadores le quieren adjudicar. Los genes y con ellos el resto del cuerpo son el resultado de una compleja interacción con un medio ambiente que en los humanos adquiere la categoría de cultura. Una interacción de doble flujo. Los genes, ciertamente, influyen en la cultura y la cultura también en los genes. Hoy sabemos que la genética es además epigenética y que el genoma es una estructura dinámica, llena de elementos que pueden moverse entre diferentes parte del genoma, capaces de modificar el ADN en sus inmediaciones. Y es de esta interacción de donde surge la diversidad biológica y cultural que son la base y la única garantía de la libertad. Es de la diversidad de lo que deberíamos de preocuparnos y no tanto del libre albedrío. No soy genetista ni sociólogo y no quisiera seguir por aquí, pero me temo que, mal que le pese a los Harari(s), el hombre es un animal inacabado que no ha llegado hasta aquí a base de escuchar a sus genes (solo), sino porque en un momento se produjo una especialización adaptativa que después se llamó cultura (en la que se incluye la ficción de la libertad) a la que probablemente no puede renunciar por las mismas razones biológicas que Harari y todos los Harari están empeñados en que lo hagamos.
En todo caso este apasionante debate refuerza una tesis, más bien una profecía, a la que hoy pocos se sumarían. El siglo XXI no será el siglo de la ciencia, sino el de los filósofos. E inmediatamente me surge una duda. ¿Dónde estará escondido el maldito 'hacker' que me ha dictado ésta, tan improbable como extravagante, profecía?

NO SOLO DE PAN VIVE EL HOMBRE




DIARIO SUR. La Tribuna. Sábado, 29 diciembre 2018
FEDERICO SORIGUER.  Médico y Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias
https://www.diariosur.es/opinion/solo-vive-hombre-20181226171034-nt.html 
Alcántara, María Zambrano, Savater, Schumacher, Marañón, Félix Ovejero... Amigos, compañeros de viaje y maestros que han ido alimentándonos de eso que Lorca reclamaba más imprescindible que el pan
FEDERICO SORIGUER.  Médico y Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias
Por mi especialidad médica, en estas páginas he pontificado desde hace mas de cuarenta años sobre lo que los humanos debemos o no comer. Un tan noble como frágil empeño, pues bastaba un comentario irónico de D. Manuel Alcántara sobre sus 'vicios privados' para que todo el sesudo y científico tinglado se desmoronara. Porque no solo de pan vive el hombre, que así, con esta referencia bíblica, comenzaba Federico García Lorca en el año 1931 la conferencia con la que inauguraba la biblioteca de Fuente Vaqueros, la primera de toda la provincia de Granada. En ella Federico cuenta que cuando Fedor Dostoyevsky estaba prisionero en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, en las cartas de socorro a su familia sólo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!». «Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón». Y aquí, en esta tribuna, siguiendo a Lorca (¡menuda compañía!) hablaré de ese otro alimento que tanto necesitaba Dostoyevsky y de la huella imprescindible que algunos de sus cocineros y cocineras han ido dejando en este estomago agradecido. De D. Manuel, por ejemplo, el milagro de su provecta lucidez. De Hannah Arendt y María Zambrano, su renuncia al resentimiento al que tenían todo el derecho. De Manuel Vicent, al que un día le leí que mientras permanezca una panadería abierta bajo las bombas la civilización universal estará a salvo. De Unamuno, en cuyo 'San Manuel bueno y mártir' tantos nos reconocemos. De Schumacher –el economista, no el piloto–, que lo pequeño es hermosos y que solo los necios creen que vale igual un dólar de pan que un dólar de oro. De Savater, al que nunca agradeceremos bastante su valor cívico, pero en mi caso particular, sobre todo, su afición hípica, esa que le llevó a escribir una elegía a Shergar, un purasangre irlandés secuestrado por ETA con la que me salvó de mi juvenil gregarismo progre. De Félix de Azúa y su imprescindible 'Historia de un idiota contada por el mismo', de Popper, del que aprendí que el relativismo puede ser empírico y no morir de contradicción. De Vargas Llosa, liberal en las costumbres, conservador en lo económico, ingenuo en lo político, contradictorio en lo social e ignorante en lo relacionado con la alimentación. Como cualquier Nobel, en fin. De Jorge Wagensberg y sus inacabables aforismos que lo llevaron a la tumba, su ultimo aforismo. De Diéguez Lucena, su amistad y para qué sirve la filosofía. En su caso, por ejemplo, de cómo se puede conciliar la ciencia con la filosofía y contarlo. De Diego Gracia, su concepto de responsabilidad y su magisterio. De Adela Cortina, su lúcida idea de los interlocutores válidos, una condición mínima para la deliberación. De Lain Entralgo, su historia de la medicina y sus honestísimas rectificaciones. De Ridruejo, su coherencia. De Félix Ovejero, su crítica del arte y su resiliencia antinacionalista. De las tertulias en El Flor con los amigos y de las pato-biografías de miles de pacientes, todo, pues las tertulias y las historias clínicas, ponen a prueba la solidez de unas opiniones siempre poco fiables. De Darwin, el cómo se puede sin prisas cambiar el mundo. De Céline, una terrible lección: que ni la belleza ni la cultura impiden ni justifican la maldad. De E. O. Wilson, que podemos aprender mucho de las hormigas, pero que no somos hormigas por mucho que se empeñen los socio biólogos. De Cervantes, que la mejor novela de un autor no tiene por qué ser ejemplar. De Marañón, su humanismo, algo en lo que no está solo pues el humanismo tiene una deuda contraída y no suficientemente reconocida con los médicos humanistas españoles como Cajal, Novoa Santos, Marañón, Laín Entralgo, Rof Carvallo, Castilla del Pino, Diego Gracia. A los científicos de Atapuerca por haber puesto a la paleontología como postre obligado de cualquier mesa bien servida. A mi padre, que leía diariamente con fruición de entomólogo el diario 'ABC' de Madrid. A José Antonio Marina, ensayista excesivo a quien debo la definición de inteligencia como la capacidad de cada cual para negociar con sus propios límites. A Roca Barea, con la que algunos españoles hemos crecido un par de centímetros. A Cajal, por su ejemplo, su sabiduría y su honradez. A Cioran, por la fuerza vital de un pesimismo suicida e ilustrado. A Caro Baroja, que no necesitó ser catedrático para hacer lo que tenía que hacer. A mis hermanos, cuya fraternidad refuerza lo mejor de la socio-biología a la que antes sutilmente he criticado. A Wikipedia, Pubmed y el DRAE, que juntos son lo más cercano a la biblioteca universal de Borges («la especie humana (…) está por extinguirse, pero la biblioteca perdurará»: Borges dixit). A André Maurois cuando nos recuerda que cultura es lo que nos queda después de olvidar todo lo que aprendimos y a Savater de nuevo, cuando nos enseña –y no olvidamos–, que la cultura sirve al menos para pasarlo bien gastando poco. Y hasta aquí hemos llegado, pues ni queremos ni podríamos aunque quisiéramos ser exhaustivos, que una tribuna admite solo 900 palabras, que son menos de las que uno necesita para el agradecimiento de todos estos amigos, compañeros de viaje y maestros que han ido alimentándonos de eso que Lorca reclamaba más imprescindible que el pan. Y no hay emoción más jubilosa que el agradecimiento, ese sentimiento tan cercano a la inteligencia y a la amistad. Esa emoción tan prescindible y por eso tan humana, que una vez que se comienza a practicar a uno le gustaría, como con el enamoramiento, que no acabara nunca. Feliz Navidad.