martes, 16 de febrero de 2016

La Bauhaus gastronómica


Federico Soriguer. Médico


En 1920 Walter Gropius fundó La Bahaus: “ Arquitectos, escultores, pintores, ... debemos regresar al trabajo manual ... Establezcamos, por lo tanto, una nueva cofradía de artesanos, libres de esa arrogancia que divide a las clases sociales y que busca erigir una barrera infranqueable entre los artesanos y los artistas”. A la Bauhaus pertenecieron activistas como Paul Klee, Kandinsky o Mier Van de Roes.   ¿Y,  por qué me acuerdo hoy de este movimiento nacido en la Alemania de las entreguerras y en esta columnita que habla de la comida? Pues por la actual tendencia por parte de cocineros y gastrónomos a alejar a la cocina de su función. El objetivo de la cocina y de los cocineros  ya no es, no parece ser, el de satisfacer  el hambre, el gusto y el olfato de los comensales, que son todos los hombres y mujeres del mundo. Ni siquiera satisfacer el placer hedónico de algunos. Más bien parece el de intentar ser el  primero en una alocada carrera por la genialidad.  Porque la cocina ya ha dejado de ser un oficio y desde luego una artesanía. La cocina, de la mano de los cocineros (aquí el género es importante) tiene la pretensión de ser un arte mayor, como la pintura, como la arquitectura, como la poesía o la literatura y, por algunos, además, de ser una ciencia. Porque para estos cocineros de postín los alimentos son útiles para mezclar, combinar, experimentar con el objetivo de conseguir lo más difícil todavía, lo más  genial. Como la paleta de colores para un pintor o, en todo caso, material susceptible de ser tratado, manipulado, deconstruído, a la manera que los químicos lo hacen en sus laboratorios pues la nueva cocina es la consecuencia de ese empeño racional de búsqueda de nuevos materiales salidos de los talleres y laboratorio gastronómicos, tal como salen nuevos materiales de los grandes laboratorios de biofísica. El problema de esta cocina con pretensiones artísticas o científicas es que no tiene público. Por mucho que se empeñe  la cocina será siempre, “el arte de lo efímero”. Uno de los más viejos oficios del mundo que hoy como ayer tiene como función la de dar de comer al hambriento y hacerlo con  amor, con placer y con generosidad. Y no parece que ninguna de estas tres funciones estén en la altísima cocina que algunos supercocineros de nuestro tiempo proponen.  De la Bauhaus   es también la idea seminal: “La forma sigue a la función”. Una idea revolucionaria que parece haberse olvidado. 

EL ERROR DE MARINA

FEDERICO SORIGUER.  MÉDICO
16 febrero 2016
DIARIO SUR
 http://www.diariosur.es/opinion/201602/16/error-marina-20160216004223-v.html
    José Antonio Marina es un filósofo muy prolífico. En los últimos años Marina, además, se ha embarcado, junto a otros, en el empeño de conseguir una transformación de la educación en nuestro país. En sus propias palabras: «La preocupación universal por la educación ha generado un sistema de excusas en el que todo el mundo echa las culpas al vecino. Los padres a la escuela, la escuela a los padres, todos a la televisión, la televisión a los espectadores, al final acabamos pidiendo soluciones al Gobierno, que apela a la responsabilidad de los ciudadanos, y otra vez a empezar. En esta rueda infernal de las excusas podemos estar girando hasta el día del juicio. La única solución que se me ocurre es no esperar a que otros resuelvan el problema, sino preguntarme: ¿qué puedo hacer yo para solucionarlo?».
Ahora el nuevo ministro de Educación le ha encargado el 'Libro Blanco sobre la Profesión Docente, generando un estimulante debate público sobre la enseñanza. Bienvenido, pues si algo es necesario en España es un gran acuerdo nacional sobre educación. Pero en este artículo solo queremos hacernos eco de una de las propuestas de Marina que más rechazo ha generado: la de la recompensa de los profesores en función de su productividad.
La cuestión de la recompensa por el trabajo ha sido abordada de muy diversas maneras, pero todas dentro de dos grandes modelos universales. Uno basado en el llamado 'Efecto Mateo' («al que más tiene más se le dará, y al que menos tiene, se le quitará para dárselo al que más tiene»: Mt, cap. 25, vers. 14-3) y otro basado en la 'Crítica del programa de Gotha, de Karl Marx («de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades»).
Desde luego no ha habido economista que no haya intentado resolver la cuestión de la recompensa y lo mejor que se puede decir es que no se ha encontrado ninguna fórmula satisfactoria. Pero algunas son peores que otras. Porque de lo que estamos hablando es, nada más y nada menos, que de la manera de distribuir la riqueza, de la forma de satisfacer las necesidades y, detrás de ambas, de la cuestión de la justicia. De las tres, quizás la más desconcertante sea la cuestión de las necesidades.
Una de las cosas que hemos ido aprendiendo con sangre a lo largo de la historia es que los seres humanos somos contradictorios. En el asunto que hoy nos concierne, los humanos somos insaciables en nuestras necesidades e insaciables en nuestra sed de justicia. A reflexionar cómo saciar justamente las necesidades es a lo que se ha dedicado buena parte del pensamiento económico de los dos últimos siglos. El caso de Keynes, uno de los economistas más influyentes del siglo XX, quizás sea uno de los mejores ejemplos. En los años veinte del pasado siglo pronosticó que para los años treinta del presente bastaría trabajar unas 15 horas diarias para dar satisfacción a las necesidades de toda la población mundial. Faltan menos de 15 años y no parece que vayamos camino de conseguirlo.
Bajando a la tierra, mi modesta experiencia en este campo no apoya la tesis de Marina sobre la conveniencia de una recompensa desigual de los maestros en función de la productividad. Aunque Marina insiste en que sí es posible y propone unos algoritmos complejos para evaluar la compensación, la verdad es que medir la productividad de algunas disciplinas es un empeño vano. Ha ocurrido ya con la medicina, en cuya experiencia me baso. En los centros sanitarios hace ya años que una parte del salario se asigna en función de la productividad de cada trabajador. ¿Ha mejorado el rendimiento de los profesionales? La respuesta es un no categórico. No, porque la forma de medir la productividad es insatisfactoria y no representa en absoluto el trabajo de los médicos (que son los que mejor conozco) y enfermeras. No, porque no discrimina entre buenos y malos médicos, incluso la discriminación es negativa pues quienes cumplen los objetivos son con demasiada frecuencia quienes renuncian a los mejores valores de la medicina. No, porque está creando dos castas, las de los representantes de la dirección que incluye a muchos directores de UGC (y que son los que más cobran por objetivos) y los otros médicos y enfermeras, la mayoría (que son los que ven los pacientes). No, porque se ha creado una cultura de servidumbre y burocratización poco profesional. No, porque pequeñas diferencias en la recompensa crean grandes agravios, pues la mayoría no se reconocen en la discriminación salarial. Hay muchos más noes, pero nos falta espacio para seguir añadiéndolos.
Desde hace muchos años hemos propuesto, por el contrario, que se reconozca el fracaso de esta productividad factor variable, que se resignen a pagar a todo el mundo igual por igual trabajo y dedicación y que diseñen otra política de recompensas, como es, por ejemplo, compensar por proyectos y no, como hasta ahora, por objetivos, proyectos que en profesiones vocacionales como la medicina no son nada difíciles de encontrar.
Marina, propone, con buen sentido, que los profesores incluyan en su currículo algo parecido al MIR de los médicos. No estaría mal que aprendiera también del fracaso que en los centros sanitarios ha supuesto la evaluación y la remuneración por objetivos. Muchos teóricos y algunas grandes empresas están dando marcha atrás. Hoy ven como ingenua la idea de que las diferencias salariales entre grupos homogéneos estimula la productividad. En realidad ocurre lo contrario. Inhiben del proyecto común a muchos trabajadores que se consideran agraviados. Fomenta la competitividad entre iguales en vez de la colaboración y aquí, un largo etcétera.

Sería deseable que no se cometieran los mismos errores en este penúltimo intento de regeneración educativa en España y sería una pena que el proyecto se empantanase por la cuestión de la recompensa. Ya hemos visto que es una vieja historia. Hay otros muchos asuntos que atender y sería como empezar la casa por el tejado.

jueves, 4 de febrero de 2016

LA POLÍTICA COMO DESTINO


FEDERICO SORIGUER. MÉDICO
2 febrero 201609:58

LA TRIBUNA
Tengo amigos optimistas que opinan que «el país está mejor que hace 40 años», que «cambiar nuestro ADN político y social lleva generaciones». Cosas así argumentan cada vez que los pesimistas le advertimos que desde que Franco murió ha pasado ya ¡casi medio siglo! Pero ni los unos ni los otros tenemos respuesta, solo la esperanza de que no volvamos a fracasar, de que esta vez no sea así, de que ¡no puede ser así!
Volvamos por un momento los ojos hacia el pasado. En aquella famosa y alabada Transición hubo una gran incertidumbre pero estuvo llena de ilusión, pues por primera vez nuestro país parecía capaz de romper con sus demonios familiares. Sí, éramos más jóvenes, cuarenta años más jóvenes, pero ¿es esta desesperanza actual solo una cuestión de edad? Es posible, aunque también una cuestión de esa maldita memoria que da el paso de los años. Porque lo que ocurrió después es que las mismas élites políticas que hicieron posible la modélica Transición fueron poco a poco, como si estuviesen prisioneros de un destino manifiesto, generando una insoportable situación que ha desencadenado en los más jóvenes esta ola de desafección o desencanto, pero que también ha llenado a algunos viejos con memoria de desánimo.
De nuevo se ha roto la continuidad histórica, de nuevo las siguientes generaciones alzan la bandera de la regeneración, denuncian a sus inmediatos predecesores, aborrecen de su legado y quieren asaltar los cielos, aunque esta vez sea por la vía de reinventar la democracia. Sí, me gustaría ser optimista como mis amigos optimistas. Al fin y al cabo a quién le importa si uno está o no animado. Lo importante es la historia. Y la historia es implacable con los ánimos de los individuos. Esto es lo que creía Hegel, más o menos.
Pero si algo habíamos creído los de mi generación es que precisamente la democracia era depositaria de un sistema de valores que impediría dejar abandonados a los heridos en el campo de batalla. Que la democracia, en fin, sería un sistema que permite a los individuos liberarse, de alguna manera, del peso de la historia. No ha ocurrido así. La clase dirigente de la Transición (y sus herederos políticos) se ha ido pareciendo cada vez más a la cleptócrata clase franquista y la sociedad civil actual a la sociedad ordinaria e inculta de la mejor tradición pícara española (al menos si la sociedad civil es la que aparece en los programas populares de la televisión).
Y aquí estamos, con una Cataluña desmadrada a cuyo desafío no se le ha hecho frente durante años más que con la tosquedad con la que discurre la política española (la real de los políticos y la virtual e impresentable de las tertulias televisivas). Un desafío al que solo muy recientemente, tal vez demasiado tarde, algunos intelectuales e historiadores (los únicos por otro lado que tienen verdaderos argumentos) se han atrevido a plantar cara.
Sí, aquí estamos de nuevo viviendo «otro momento histórico», ¡otro más, qué hastío!, intentando interpretar qué ha dicho el pueblo en las últimas elecciones, como si existiera 'el pueblo', como si existiera algo parecido a una conciencia colectiva que puede ser escrutada electoralmente.
Mis amigos optimistas dicen que es esta una gran oportunidad y mis amigos pesimistas temen que esta gran oportunidad se vuelva a desperdiciar, pues ahora los nuevos agentes políticos no tienen miedo como tuvieron aquellos de la Transición a repetir los horrores de la guerra civil, sino que están encantados de haberse conocido, especialmente los partidos llamados emergentes y muy especialmente este conjunto de agrupaciones que incluye a Podemos, cuyo discurso y coherencia política es una verdadera incógnita que necesita pasar por el hervor de la realidad para convertirse en una opción políticamente fiable. Y es a este encantamiento a lo que algunos de estos viejos pesimistas tienen miedo. Miedo a entrar en una vorágine política que no seamos capaces de controlar. Por mucho que se empeñen los nuevos augures, no será posible construir un nuevo modelo político sin garantizar el estado de derecho, lo que exige alguna forma de continuidad histórica, como no será posible garantizar esta con la permanente amenaza de separación de Cataluña a cuyos independentistas no bastará con seducir, como si la relación política fuese un juego erótico de serie B.
Es por todo esto que mis amigos pesimistas, muchos de ellos con una larga tradición cultural de izquierdas, creen, sin estar seguros, que la mejor de entre todas las malas opciones posibles sería en este momento una gran coalición entre el Partido Popular, el Partido Socialista y Ciudadanos, en la que estos dos partidos, especialmente el PSOE, pusiera las condiciones necesarias para que parte de su programa pudiese llevarse a cabo, lo que impediría que se viese como una derrota sino, por el contrario, como un ejercicio de generosidad y de pragmatismo político, dos virtudes que por escasas en nuestro país son muy esperadas.
Si así hicieran le costará al PP rechazar la propuesta después de tantos requiebros y zalamerías hacia el PSOE, desde que se vieron los resultados de las elecciones. Sí, este gran acuerdo tendría un alto coste político para el PSOE, se suele decir. Es posible, aunque algunos, entre los que me cuento, lo dudamos, incluso algunos creemos que todo lo contrario. Es más, si tal cosa sucediese, es posible que algunos de mis amigos pesimistas dejaran de serlo y volverían a recuperar la esperanza al ver que en la clase dirigente sobrevive aún, aunque sea residualmente, la vieja noción de patriotismo, que no es solo una emoción de la que con desvergüenza una clase de derecha, rancia y en retirada, tanto ha abusado, sino una cuestión de pragmatismo, esa disposición a anteponer los interés particulares a los generales.