miércoles, 19 de abril de 2017

TODAS LAS GUERRAS

DIARIO SUR. LA TRIBUNA
FEDERICO SORIGUER. MÉDICO Y MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
19 abril 201707:52
http://www.diariosur.es/opinion/201704/19/todas-guerras-20170419011709-v.html


La guerra es la forma más extrema de violencia organizada. La guerra entre grupos humanos existe desde los comienzos y sobrevive hoy en buena parte del mundo. ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI los seres humanos aún intentemos resolver los conflictos con un método tan bárbaro, tan primitivo, tan atroz? Las guerras ya no son lo que eran, dice Innerarity en su reciente libro: ‘La política en tiempos de indignación’, pues la globalización ha cambiado las razones de los conflictos, que ahora «más que luchas por el poder territorial serían generados por el carácter global de una desigualdad insoportable, la desintegración y el desarraigo de grandes masas de población en un mundo inevitablemente interdependiente». Así será, aunque la consecuencia, la guerra, es la misma de siempre o peor que siempre. Porque la guerra, televisada o no, sigue siendo la guerra, y estas diferencias que algunos quieren ver entre las actuales y las antiguas son solo de apariencia pues permanece intacto el horror. Porque la cuestión de fondo sigue sin respuesta.

¿Cómo es posible que la guerra siga siendo una constante en la historia humana? ¿Cómo es posible que no hayamos aprendido a evitarlas? Porque de lo que estamos hablando es de la naturaleza violenta de los humanos, un debate que no es, en absoluto, nuevo, aunque poco se haya adelantado sobre él. Muchas son las razones por las que los hombres van a la guerra. El poder y la gloria, las creencias religiosas, la desigualdad insufrible o la falta de libertad, el dinero o la dignidad ofendida. La lista es interminable. Lo sorprendente es que siempre haya una justificación, una disculpa, una razón para matar o dejarse matar por otros seres humanos. Sin embargo, el carácter universal e histórico de la respuesta bélica nos debería hacer pensar en la existencia de un denominador común en los humanos que les induce una y otra vez a la guerra. Y el único lugar común a todos los tiempos y a todas las culturas es la biología humana. El cuerpo humano, el único denominador común. La guerra nace de nuestra naturaleza. El cuerpo humano ha sido considerado a lo largo de la historia de muy diversas maneras y una de ellas, quizás la más reciente pues bebe sus fuentes en la teoría de la evolución, es la de la consideración del ser humano como un animal inacabado.
Con el ‘descubrimiento’ de la tecnología y de la cultura, el homo sapiens da un salto evolutivo que le permite progresar sin esperar a las lentas e imprevisibles leyes de la evolución. Lentas pero seguras pues son las que han llevado a lo largo de millones de años a todas las especies que han sobrevivido, a desarrollar mecanismos instintivos de apaciguamiento de la violencia, de gran eficacia a la hora de evitar la agresión mortal entre los individuos de la misma especie. Con la rápida encefalización y en los últimos siglos con el extraordinario desarrollo tecnológico, buena parte de la supervivencia de la especie humana queda liberada, al menos aparentemente, de la presión evolutiva y del control de los instintos y queda en manos de la moral, las costumbres, las leyes, la cultura. Unos mecanismos de apaciguamiento que hasta ahora se han mostrado claramente insuficientes para evitar la guerra.
El hombre tuvo pronto conciencia de haber abandonado las leyes de la biología para su supervivencia y ahora, «dejado de la mano de la evolución», el hombre inventa otras historias y se entrega primero en «mano de los dioses» y después, cuando el hombre moderno certifica la muerte de Dios, toma conciencia de «estar dejado de la mano de Dios» y se echa en manos de otros mitos, como la ciencia, la tecnología, la ética o la cultura. Pero ninguno de ellos, si miramos cómo siguen cayendo las bombas a nuestro alrededor, han conseguido acabar con la violencia extrema y fratricida de la guerra. La verdad es que mirando hacia atrás (con o sin ira) no hay demasiados motivos para la esperanza. Tal vez, solo tal vez, si fuéramos capaces de aceptarnos como animales inacabados, imperfectos, podríamos tomar conciencia de que somos como una locomotora sin frenos a punto de descarrilar. Tomar conciencia de que cada vez que nos matamos entre nosotros estamos asomándonos a un precipicio por el que antes o después de no poner remedio caeremos todos. Una conciencia, en fin, de que solo desde fuera de nosotros mismos se puede parar esta matanza.
Este reconocimiento, desde luego, no añade nada a lo que ha sido la historia de los hombres. Pero ahora, al menos, sabemos que no habrá ningún dios ni ningún demonio que pueda venir a ayudarnos y que estamos aquí solos, apretujados, viajando sobre un pequeño planeta a una velocidad extraordinaria por un universo del que hace unos meses unos superoídos creados por la mano del hombre han captado su silencio en forma de ondas gravitatorias. Un descubrimiento extraordinario según dicen los físicos que, sin embargo y ojalá me equivoque, no va a solucionar la cuestión de la guerra pues, seguramente, ya, hoy mismo, alguien está inventando un arma más mortífera basada en las benditas ondas recién descubiertas. Stephen Hawkins dice que es hora de que empecemos a pensar en emigrar a otro planeta, tal vez Marte. Hablar de emigrar a Marte no deja de ser un doloroso y estúpido sarcasmo, eso sí, dicho por una persona muy inteligente, pues ¿qué otra cosa es lo que están hoy mismo haciendo los que huyen de Siria y de todas las guerras? Huir hoy es para tanta gente la única esperanza. ¿Esperanza? La única esperanza en la humanidad es comprobar que a pesar de todo hayamos sido capaces de llegar hasta aquí. Lo que bien pensado solo se puede explicar por un milagro.


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