LA TRIBUNA
FEDERICO
SORIGUER MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
29 diciembre 201609:56
Me acuerdo hoy, días navideños, de aquellos artículos
en SUR en los que don Luis Ramírez Benéytez intentaba explicarnos el
funcionamiento del libre mercado, certificando siempre al final sus argumentos
con una obligada referencia bíblica. D. Luis, desde luego era un hombre de fe.
También lo son muchos de los colaboradores que escriben en SUR sus artículos y
opiniones. ¿Pero, son hombres de fe solo los que la ejercen desde una
determinada posición eclesial? Muchas personas así lo creen. Y es aquí donde
comienzan ciertas dudas. ¿Solo se es 'creyente' si se cree en Dios? ¿Solo se
puede ser religioso si se cree en la dogmática de una religión? Ni la fe ni la
religión vienen de ayer. La fe, la religiosidad son necesidades humanas muy
anteriores a la identificación de ambas con Dios o con una determinada Iglesia.
La fe y la religión pueden ser consideradas como adaptaciones evolutivas a lo
largo del azaroso camino de la construcción de la identidad humana. La
capacidad de imaginar, de conceptualizar, de inventar símbolos y mitos le
dieron a los humanos la posibilidad de salirse de sí. De vivir fuera de sí.
También de compartir con miles de personas el mismo sueño. Surgen poco a poco
las creencias, construcciones artificiales como todo lo que los humanos hacen a
partir de un momento de su evolución. Las creencias eran la manera de dar
respuesta a un mundo desconocido, de dar satisfacción a esa inquietud
primordial de reconocerse a sí mismo reflejado en el espejo de aguas tranquilas
e inmediatamente en la mirada de los otros.
Este mundo simbólico permitió a los
humanos primordiales soñar. Inventar el futuro. Hay que tener mucha fe para
creer en el futuro. Entonces y ahora. De todos los sueños, el mayor, el más
desproporcionado, el más ilusorio es el de la inmortalidad. Un sueño que no
comenzó con el de Gilgameshg hace probablemente tres mil años, sino mucho
cientos de miles de años antes. Pero los sueños de los humanos son siempre
sueños compartidos. La especie humana es una especie gregaria. Compartir esos
sueños, religarse entre sí es, ya desde la propia etimología de la palabra, el
fundamento de cualquier religión. Desde esta perspectiva evolutiva, tener fe,
ser una persona religiosa, no tiene demasiado mérito, como no lo tiene el
respirar. No podemos no ser creyentes como no podemos no ser religiosos. Todo
lo que vino después del nacimiento del hombre tras un largo parto que ha durado
varios millones de años, ha sido una maduración cultural de las creencias y de
la necesidad de religación. La humanidad sigue siendo politeísta, como siempre,
pues hay dioses a la medida de todos los humanos, como también religiones.
Chesterton decía que cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en
cualquier cosa. Estamos condenados a creer tal como Sartre decía de la
libertad. Las religiones son refugios confortables donde la liturgia te libera
de la angustia de las grandes preguntas sin respuesta. También fortalezas a
veces inexpugnables, ante la duda y la soledad. Los humanos tenemos necesidad
de respuestas que nos den seguridad y de liturgias que nos faciliten la
convivencia con los otros. También la manía de preguntar y de dudar. Hoy, aun,
muchos encuentran estas respuestas y esta seguridad en las religiones
convencionales y otros intentan construirse una religión al gusto o personalizada.
Una religión más o menos laica. No es fácil inventar una liturgia vinculada a
lo trascendente sin caer en el ridículo. De aquí la supervivencia de las
religiones avaladas por las costumbres. Es el caso de estas fiestas de Navidad
en las que se conmemora nada más y nada menos que el último y más atrevido de
los sueños del hombre. El del nacimiento un día, hace unos dos mil años, de
Dios encarnado como humano y su resucitación, treinta y tres años después, de
entre los muertos. Desde el comienzo existió esta necesidad trascendente. Una
premonición que adquiere una categoría especial cuando se convierte a lo largo
del tiempo en profecías que terminan germinando en el misterio que una parte de
la humanidad hoy conmemora. Una historia tan hermosa como imaginaria. Como casi
todas las historias hermosas e increíbles.
Decía D. Santiago Ramón y Cajal hablando
de la ciencia que si por ventura un buen día se te ocurre una buena hipótesis
ten al menos la prudencia de no creer demasiado en ella. Así también con las
creencias. Pero mientras tanto este año como todos los años no encuentro mejor
manera de explicarle a mi nieto la vocación trascendente de los humanos que
poniendo en mi casa un pequeño Nacimiento en el que se representa esta antigua
historia del nacimiento del hijo de Dios y muy especialmente la de ese viaje
alucinante de unos reyes magos que venidos de muy lejos, tal vez de aquel Finis
Terre que coincidía con la Hispania, guiados por una estrella, cargados de
regalos, caminan por valles y desiertos en busca de un sueño que en la
tradición cristiana terminan encontrando en un establo en Belén. Unos reyes
magos y sabios que llevan en sus morrales el saber de su tiempo, de todos los
tiempos y que ha llegado hasta nuestros días como un regalo que llena de
ilusión y de esperanza a todos los niños del mundo, al menos de nuestro mundo.
Una historia que ningún adulto tiene derecho a desmontar sobre todo si carece
de otras historias mejores, pues la ilusión es de todas las emociones humanas
la más ingenua, quizás la más primaria y por eso la más necesaria de conservar
en nuestros hijos, en nuestros nietos, en nosotros mismos. Sin ilusión no es
posible la alegría, la mejor vacuna contra el miedo, incluido el miedo a la
muerte. Es probable que Dios no exista, pero es seguro que todos los años los
Reyes Magos vienen religiosamente cargados de ilusión y de esperanza. También
de misterio. Feliz Navidad.
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