viernes, 6 de enero de 2017

UNA HISTORIA NAVIDEÑA

LA TRIBUNA
FEDERICO SORIGUER MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
29 diciembre 201609:56
Me acuerdo hoy, días navideños, de aquellos artículos en SUR en los que don Luis Ramírez Benéytez intentaba explicarnos el funcionamiento del libre mercado, certificando siempre al final sus argumentos con una obligada referencia bíblica. D. Luis, desde luego era un hombre de fe. También lo son muchos de los colaboradores que escriben en SUR sus artículos y opiniones. ¿Pero, son hombres de fe solo los que la ejercen desde una determinada posición eclesial? Muchas personas así lo creen. Y es aquí donde comienzan ciertas dudas. ¿Solo se es 'creyente' si se cree en Dios? ¿Solo se puede ser religioso si se cree en la dogmática de una religión? Ni la fe ni la religión vienen de ayer. La fe, la religiosidad son necesidades humanas muy anteriores a la identificación de ambas con Dios o con una determinada Iglesia. La fe y la religión pueden ser consideradas como adaptaciones evolutivas a lo largo del azaroso camino de la construcción de la identidad humana. La capacidad de imaginar, de conceptualizar, de inventar símbolos y mitos le dieron a los humanos la posibilidad de salirse de sí. De vivir fuera de sí. También de compartir con miles de personas el mismo sueño. Surgen poco a poco las creencias, construcciones artificiales como todo lo que los humanos hacen a partir de un momento de su evolución. Las creencias eran la manera de dar respuesta a un mundo desconocido, de dar satisfacción a esa inquietud primordial de reconocerse a sí mismo reflejado en el espejo de aguas tranquilas e inmediatamente en la mirada de los otros.
Este mundo simbólico permitió a los humanos primordiales soñar. Inventar el futuro. Hay que tener mucha fe para creer en el futuro. Entonces y ahora. De todos los sueños, el mayor, el más desproporcionado, el más ilusorio es el de la inmortalidad. Un sueño que no comenzó con el de Gilgameshg hace probablemente tres mil años, sino mucho cientos de miles de años antes. Pero los sueños de los humanos son siempre sueños compartidos. La especie humana es una especie gregaria. Compartir esos sueños, religarse entre sí es, ya desde la propia etimología de la palabra, el fundamento de cualquier religión. Desde esta perspectiva evolutiva, tener fe, ser una persona religiosa, no tiene demasiado mérito, como no lo tiene el respirar. No podemos no ser creyentes como no podemos no ser religiosos. Todo lo que vino después del nacimiento del hombre tras un largo parto que ha durado varios millones de años, ha sido una maduración cultural de las creencias y de la necesidad de religación. La humanidad sigue siendo politeísta, como siempre, pues hay dioses a la medida de todos los humanos, como también religiones. Chesterton decía que cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa. Estamos condenados a creer tal como Sartre decía de la libertad. Las religiones son refugios confortables donde la liturgia te libera de la angustia de las grandes preguntas sin respuesta. También fortalezas a veces inexpugnables, ante la duda y la soledad. Los humanos tenemos necesidad de respuestas que nos den seguridad y de liturgias que nos faciliten la convivencia con los otros. También la manía de preguntar y de dudar. Hoy, aun, muchos encuentran estas respuestas y esta seguridad en las religiones convencionales y otros intentan construirse una religión al gusto o personalizada. Una religión más o menos laica. No es fácil inventar una liturgia vinculada a lo trascendente sin caer en el ridículo. De aquí la supervivencia de las religiones avaladas por las costumbres. Es el caso de estas fiestas de Navidad en las que se conmemora nada más y nada menos que el último y más atrevido de los sueños del hombre. El del nacimiento un día, hace unos dos mil años, de Dios encarnado como humano y su resucitación, treinta y tres años después, de entre los muertos. Desde el comienzo existió esta necesidad trascendente. Una premonición que adquiere una categoría especial cuando se convierte a lo largo del tiempo en profecías que terminan germinando en el misterio que una parte de la humanidad hoy conmemora. Una historia tan hermosa como imaginaria. Como casi todas las historias hermosas e increíbles.

Decía D. Santiago Ramón y Cajal hablando de la ciencia que si por ventura un buen día se te ocurre una buena hipótesis ten al menos la prudencia de no creer demasiado en ella. Así también con las creencias. Pero mientras tanto este año como todos los años no encuentro mejor manera de explicarle a mi nieto la vocación trascendente de los humanos que poniendo en mi casa un pequeño Nacimiento en el que se representa esta antigua historia del nacimiento del hijo de Dios y muy especialmente la de ese viaje alucinante de unos reyes magos que venidos de muy lejos, tal vez de aquel Finis Terre que coincidía con la Hispania, guiados por una estrella, cargados de regalos, caminan por valles y desiertos en busca de un sueño que en la tradición cristiana terminan encontrando en un establo en Belén. Unos reyes magos y sabios que llevan en sus morrales el saber de su tiempo, de todos los tiempos y que ha llegado hasta nuestros días como un regalo que llena de ilusión y de esperanza a todos los niños del mundo, al menos de nuestro mundo. Una historia que ningún adulto tiene derecho a desmontar sobre todo si carece de otras historias mejores, pues la ilusión es de todas las emociones humanas la más ingenua, quizás la más primaria y por eso la más necesaria de conservar en nuestros hijos, en nuestros nietos, en nosotros mismos. Sin ilusión no es posible la alegría, la mejor vacuna contra el miedo, incluido el miedo a la muerte. Es probable que Dios no exista, pero es seguro que todos los años los Reyes Magos vienen religiosamente cargados de ilusión y de esperanza. También de misterio. Feliz Navidad.

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