DIARIO SUR. LA
TRIBUNA
FEDERICO
SORIGUER. MÉDICO Y MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
http://www.diariosur.es/opinion/201704/19/todas-guerras-20170419011709-v.html
La guerra es la forma más extrema de violencia organizada. La guerra entre grupos humanos existe desde los comienzos y sobrevive hoy en buena parte del mundo. ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI los seres humanos aún intentemos resolver los conflictos con un método tan bárbaro, tan primitivo, tan atroz? Las guerras ya no son lo que eran, dice Innerarity en su reciente libro: ‘La política en tiempos de indignación’, pues la globalización ha cambiado las razones de los conflictos, que ahora «más que luchas por el poder territorial serían generados por el carácter global de una desigualdad insoportable, la desintegración y el desarraigo de grandes masas de población en un mundo inevitablemente interdependiente». Así será, aunque la consecuencia, la guerra, es la misma de siempre o peor que siempre. Porque la guerra, televisada o no, sigue siendo la guerra, y estas diferencias que algunos quieren ver entre las actuales y las antiguas son solo de apariencia pues permanece intacto el horror. Porque la cuestión de fondo sigue sin respuesta.
¿Cómo es posible que la guerra siga siendo
una constante en la historia humana? ¿Cómo es posible que no hayamos aprendido
a evitarlas? Porque de lo que estamos hablando es de la naturaleza violenta de
los humanos, un debate que no es, en absoluto, nuevo, aunque poco se haya
adelantado sobre él. Muchas son las razones por las que los hombres van a la
guerra. El poder y la gloria, las creencias religiosas, la desigualdad
insufrible o la falta de libertad, el dinero o la dignidad ofendida. La lista
es interminable. Lo sorprendente es que siempre haya una justificación, una
disculpa, una razón para matar o dejarse matar por otros seres humanos. Sin
embargo, el carácter universal e histórico de la respuesta bélica nos debería
hacer pensar en la existencia de un denominador común en los humanos que les
induce una y otra vez a la guerra. Y el único lugar común a todos los tiempos y
a todas las culturas es la biología humana. El cuerpo humano, el único
denominador común. La guerra nace de nuestra naturaleza. El cuerpo humano ha
sido considerado a lo largo de la historia de muy diversas maneras y una de
ellas, quizás la más reciente pues bebe sus fuentes en la teoría de la
evolución, es la de la consideración del ser humano como un animal inacabado.
Con el ‘descubrimiento’ de la tecnología y
de la cultura, el homo sapiens da un salto evolutivo que le permite progresar
sin esperar a las lentas e imprevisibles leyes de la evolución. Lentas pero
seguras pues son las que han llevado a lo largo de millones de años a todas las
especies que han sobrevivido, a desarrollar mecanismos instintivos de
apaciguamiento de la violencia, de gran eficacia a la hora de evitar la
agresión mortal entre los individuos de la misma especie. Con la rápida
encefalización y en los últimos siglos con el extraordinario desarrollo
tecnológico, buena parte de la supervivencia de la especie humana queda
liberada, al menos aparentemente, de la presión evolutiva y del control de los
instintos y queda en manos de la moral, las costumbres, las leyes, la cultura.
Unos mecanismos de apaciguamiento que hasta ahora se han mostrado claramente
insuficientes para evitar la guerra.
El hombre tuvo pronto conciencia de haber
abandonado las leyes de la biología para su supervivencia y ahora, «dejado de
la mano de la evolución», el hombre inventa otras historias y se entrega
primero en «mano de los dioses» y después, cuando el hombre moderno certifica
la muerte de Dios, toma conciencia de «estar dejado de la mano de Dios» y se
echa en manos de otros mitos, como la ciencia, la tecnología, la ética o la
cultura. Pero ninguno de ellos, si miramos cómo siguen cayendo las bombas a
nuestro alrededor, han conseguido acabar con la violencia extrema y fratricida
de la guerra. La verdad es que mirando hacia atrás (con o sin ira) no hay
demasiados motivos para la esperanza. Tal vez, solo tal vez, si fuéramos
capaces de aceptarnos como animales inacabados, imperfectos, podríamos tomar
conciencia de que somos como una locomotora sin frenos a punto de descarrilar.
Tomar conciencia de que cada vez que nos matamos entre nosotros estamos
asomándonos a un precipicio por el que antes o después de no poner remedio
caeremos todos. Una conciencia, en fin, de que solo desde fuera de nosotros
mismos se puede parar esta matanza.
Este reconocimiento, desde luego, no añade
nada a lo que ha sido la historia de los hombres. Pero ahora, al menos, sabemos
que no habrá ningún dios ni ningún demonio que pueda venir a ayudarnos y que
estamos aquí solos, apretujados, viajando sobre un pequeño planeta a una
velocidad extraordinaria por un universo del que hace unos meses unos
superoídos creados por la mano del hombre han captado su silencio en forma de
ondas gravitatorias. Un descubrimiento extraordinario según dicen los físicos que,
sin embargo y ojalá me equivoque, no va a solucionar la cuestión de la guerra
pues, seguramente, ya, hoy mismo, alguien está inventando un arma más mortífera
basada en las benditas ondas recién descubiertas. Stephen Hawkins dice que es
hora de que empecemos a pensar en emigrar a otro planeta, tal vez Marte. Hablar
de emigrar a Marte no deja de ser un doloroso y estúpido sarcasmo, eso sí,
dicho por una persona muy inteligente, pues ¿qué otra cosa es lo que están hoy
mismo haciendo los que huyen de Siria y de todas las guerras? Huir hoy es para
tanta gente la única esperanza. ¿Esperanza? La única esperanza en la humanidad
es comprobar que a pesar de todo hayamos sido capaces de llegar hasta aquí. Lo
que bien pensado solo se puede explicar por un milagro.