domingo, 19 de junio de 2016

CUIDADO CON LA INDIGNACIÓN

LA TRIBUNA
CUIDADO CON LA INDIGNACIÓN
FEDERICO SORIGUER MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
18 junio 201610:01
http://www.diariosur.es/opinion/201606/18/cuidado-indignacion-20160618005149-v.html

La indignación es una emoción humana valiosa, siempre que sea breve. No se puede estar permanentemente indignado pues cuando eso ocurre la indignación pierde su valor moral y pasa de ser un estado de ánimo a formar parte del carácter. Es lo que ha pasado en España. De la indignación y sus razones hablan todos y todos los días. Pero, ¿cómo transformar la indignación en una acción que sea capaz de resolver los problemas que nos indignan? ¿Cómo pasar de las palabras a los hechos? ¿Cómo conseguir que la indignación no se transforme en exasperación?, esa agitación parecida a la histeria y considerada por algunas corrientes de la psicología como una forma de regresión primaria. Es este el reto que tienen planteadas muchas de las sociedades actuales, que estarían volviendo a formas pre-políticas más propias de sociedades menos desarrolladas económicamente y menos evolucionadas democráticamente. ¿No es algo de esto lo que está ocurriendo con los grandes y más que justificados movimientos de indignación en tantos países incapaces de dar respuesta a los retos de nuestro tiempo? Porque lo sorprendente es que siendo las causas las mismas (la corrupción, la desigualdad, la precarización laboral, la globalización...), las repuestas en diferentes países vayan en envoltorios muy distintos. Desde el Tea Party en USA o la extrema derecha en Austria a los emergentes partidos del Sur de Europa que en estos momentos preelectorales nadie sabe como catalogarlos, tal es su capacidad de mímesis.
En todo caso vivir permanentemente indignado es la mejor forma de eludir la responsabilidad a la que, en un momento u otro, todo ciudadano, ya sea en solitario o de manera organizada, se tiene que enfrentar. Porque de esto se trata. De asumir cada uno su responsabilidad. El profesor Diego Gracias en la introducción de la segunda edición de sus Fundamentos de Bioética, hace una excelente actualización del concepto de responsabilidad. Tal vez a algunos les sorprenda saber que la palabra responsabilidad es muy reciente en todas las lenguas, también en castellano. Después con la reforma protestante aparece en Europa como un concepto teológico relacionado con la culpa y el pecado para trasladarse inmediatamente al terreno jurídico asimilando el concepto de responsabilidad al de imputabilidad (que, por cierto, acaba de desaparecer de nuestro lenguaje procesal). No es hasta el siglo XIX cuando el concepto de responsabilidad adquiere un significado ético sobre todo con la famosa distinción weberiana. La historia le daría inmediatamente la razón a Weber porque todas las grandes catástrofes bélicas del siglo XX fueron originadas por los fanáticos de la ética de la convicción de uno u otro bando. La conclusión es que la acción política no es apta para fanáticos ni para arribistas sino que está necesitada de personas responsables (que ejerzan desde la ética de la responsabilidad y no de la convicción). Hoy ya sabemos que no basta con que las cosas sean como son. A esto se le llama realidad y a algunos les es suficiente. Incluso hay expertos en la realidad. ¡Es la realidad! exclaman autosuficientes, como si los demás fueran tontos y no la recocieran. Es, de esa realidad tantas veces injusta y arbitraria de donde surge la indignación. La indignación es el combustible que pone en marcha la ética de la convicción. Pero a los humanos no nos basa con que las cosas sean así. A diferencia de los animales los humanos tenemos creencias que nos llevan a considerar que las cosas deben ser de una determinada manera. Es a esto a lo que se suele llamar moral o ética. También ley natural, ley divina o imperativo categórico según quien. En todo caso se trata de la aceptación de unas normas que suelen tener carácter absoluto y que Weber las relacionaba con la ética de la convicción. Pero los imperativos morales tienen que ponerse a prueba con la acción. Es la acción la que mide la validez de la norma. Porque las cosas no solo tienen que ser de una manera determinada. Tienen que serlo en función de la situación. Es por esto que cada vez con más frecuencia el pensamiento moderno vuelve los ojos a Aristóteles y a su teoría de la prudencia (phrónesis). Es importante reconocer la realidad, lo es el dotarse de unas reglas que nos iluminen el camino del deber. Pero más importante aun es actuar prudentemente.
En el momento de depositar el voto en las urnas, se produce un ejercicio brutal de reducción de la complejidad. Las campañas electorales están al servicio de este embrutecimiento. Votar es pasar de la teoría a la acción. Del deber ser al tener que ser. Depositar el voto es siempre un dilema, especialmente en estas elecciones. Votar es transferir mis convicciones a la responsabilidad de otros. Votar solo desde la ética de la convicción (en este caso desde la indignación) es la primera derrota pues es importante saber que desde ese momento abdicamos de nuestra propia responsabilidad. Por eso es muy importante que los otros, los políticos, hayan demostrado ser responsables, es decir capaces de hacerse cargo de la realidad y hacerlo sin abandonar la vieja virtud de la prudencia con la que Aristóteles, y no en vano, identificaba la sabiduría. No sé aún a quien voy a votar el próximo día 26, pero sí sé a quién no. No votaré a quienes en nombre de la indignación universal se han apropiado, utilizándola como un látigo, de la ética de la convicción, sorprendiéndonos cada mañana con una ropaje diferente, el último el de la socialdemocracia, hoy el del peronismo, sin que hasta ahora hayan dado muestras de prudencia, de esa virtud imprescindible para la política a la que le hemos dedicado las reflexiones de esta tribuna.


martes, 7 de junio de 2016

MEDICINAS ALTERNATIVAS: ¿A QUÉ?

LA TRIBUNA
FEDERICO SORIGUER. MÉDICO Y MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
6 junio 201609:23
http://www.diariosur.es/opinion/201606/06/medicinas-alternativas-20160606011842-v.html

        Leemos hoy en SUR que la Universidad de Málaga ha cancelado un curso de verano en Marbella sobre medicinas alternativas, titulado: La enfermedad: ¿enemiga o aliada?'. El curso estaba dirigido por dos prestigiosos profesores de biología celular y genética de la UMA y en él se iban a impartir conferencia sobre homeopatía y otras aproximaciones que se engloban generalmente dentro de lo que se suele llamar medicina natural, alternativa o tradicional. Lo primero que conviene decir es que la verdadera medicina tradicional es la medicina actual llamada científica, heredera de un enorme legado que, al menos en Occidente, procede directamente de la medicina hipocrática, hace más de 2500 años. Muchas de estas medicinas que ahora se llaman a sí mismas alternativas han pertenecido a este tronco común. De hecho la medicina tradicional es 'científica' desde hace bien poco. Primero a partir del siglo XVIII y XIX con la incorporación de la anatomía celular y la microbiología, luego con todo el arsenal procedente de la química que más tarde se llamaría bioquímica y finalmente también de la física que ha aportado la gran revolución tecnológica que identifica a la medicina actual. Pero la medicina clínica no ha incorporado propiamente la lógica científica hasta mediados del pasado siglo con la introducción de las matemáticas de la probabilidad, rompiendo así con la tradición patognomónica (la tentación del saber cierto), transformándose en una medicina de lo probable.
En el comienzo de la 'Sociedad Abierta y sus enemigos', Karl Popper cita a Oscar Wilde cuando dice que: «experiencia es el nombre que damos a nuestros errores». A lo largo del siglo XX la medicina clínica dejó de basarse, como hasta entonces, en la experiencia acumulada (generalmente transmitida a través de los maestros) para fundamentarse en la experimentación. Por primera vez y de una manera sistemática los médicos podían medir el error (que no es otra cosa la medicina científica). Las consecuencias fueron extraordinarias pues en menos de medio siglo la clínica puso en cuestión todo su saber, de manera que se hizo realidad el viejo dicho que tanto le gustaba recordar al profesor Segovia de Arana de que «si tiráramos al mar todas las medicinas menos la digital y la quinina sería bueno para las personas y malo para los peces». Los médicos hemos tenido siempre un poder taumatúrgico invaluable. La medida del efecto placebo fue una de las primeras cosas que le permitió a la medicina esta nueva manera de revisar las viejas preguntas. La otra consecuencia fue la capacidad de generalización de las observaciones, pues las conclusiones ya no eran, solo, el resultado de la experiencia acumulada caso tras caso, sino de la evaluación controlada de amplias series de pacientes y de sus variaciones (estocásticas). De alguna manera la nueva medicina surgida a lo largo del siglo XX lo que ha intentado es evaluar el papel de la subjetividad (del médico y del paciente) y, por tanto, también, de controlarla. Solo desde estas premisas la medicina podía dar el salto de ser una medicina personalista (basada en la autoridad del médico),personalizada (en un caso concreto de un paciente) e insolidaria (pues no era generalizable) a ser una medicina pública y universalizable, como corresponde a todo conocimiento científico. Como no podía ser de otra forme el precio ha sido alto pues en el empeño racionalizador se ha perdido parte del componente taumatúrgico de la medicina misma. Esto es bien conocido por la propia medicina actual y desde dentro surgen voces críticas reclamando una recuperación del sujeto (tanto del sujeto como clínico como del sujeto como paciente). Al fin y al cabo, como decía Bergamín «si fuera un objeto sería objetivo pero como soy un sujeto soy subjetivo». Es en este vacío que deja el sujeto en la medicina tradicional (científica) desde donde resurgen las llamadas medicinas alternativas (a la medicina tradicional). Son medicinas por lo general de base patognomónica, es decir presumen de poseer con certeza ciertas respuestas a los problemas que la medicina tradicional no es capaz de solucionar (que por otro lado son casi infinitos), de hacerlo de manera muy personalizada y basándose en la experiencia del terapeuta, con medidas simples para problemas muy complejos y utilizando para ello la capacidad del sujeto (su subjetividad) para asumir su propia curación. Los procedimientos de contrastación de sus verdades pertenecen a otro orden muy distinto a los de la lógica científica. En ocasiones el lenguaje es hermenéutico y espiritualista y casi siempre la 'vix medicatrix' tiene un gran poso taumatúrgico. Este mundo de las medicinas alternativas es proteiforme, muchas de ellas utilizan una pátina histórica aunque sean unas advenedizas a la medicina. Otras, por el contrario, son depositarias de una larga tradición que compartieron durante siglos con la medicina tradicional (científica). Por otro lado, la práctica de todas estas medicinas está en manos muy variadas, desde personas serias y responsables hasta charlatanes que explotan la necesidad que muchas personas tienen de respuestas ciertas ante las situaciones de incertidumbre. Como se ve, el lenguaje y los objetivos son muy distintos entre ambas 'medicinas'.
En cierto modo son como los tradicionales encuentros entre 'ciencia y religión'. Son estas, dos categorías que obedecen a lógicas muy distintas, por lo que no es extraño que estos encuentros se celebren siempre en el Vaticano pero no en la Universidad. La ciencia, como diría Popper es una disciplina bien modesta que solo se ocupa de aquellos problemas que pueden ser resueltos científicamente. Y es este, precisamente, el gran error de la medicina tradicional (ahora científica). Muchos problemas médicos no se pueden resolver. Eso es todo. Ni con ciencia ni sin ella. Pero donde no llega la ciencia llega la palabra.

Recuperar el papel sanador de la palabra es la asignatura pendiente de la medicina actual. Es también el agujero negro por donde se cuelan todas las medicinas alternativas del mundo a las que solo habría que pedirles, como en el viejo aforismo hipocrático que, al menos no hagan daño.