El tiempo es un tigre que me devora, pero yo soy ese
tigre, decía Borges. A estudiar la flecha del tiempo se dedica lo mejor de la
física teórica. Hoy sabemos, bueno es por decirlo de alguna manera, que el
tiempo discurre hacia adelante. Lo sabemos los humanos desde nuestra posición
de observadores del mundo, de un mundo, por ahora cierto, en el que lo más
lógico es que no exista el tiempo. Pero el tiempo, tal como los humanos lo
concebimos, no discurre igual para las cosas inanimadas, que para las animadas.
Como no lo hace igual, entre las animadas, para las humanos. Los seres animados
perciben el tiempo, adaptan su biología al tiempo, pero los humanos, además,
tenemos conciencia de su paso. Discurrimos sobre el tiempo. De alguna manera el
tiempo discurre solo porque los humanos discurrimos sobre el tiempo. Humanizar
el tiempo es la gran conquista de la humanidad. El discurso sobre el tiempo nos
hace humanos. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa es el progreso? Los humanos solo
pueden progresar porque, al contrario que los objetos inanimados o incluso los
seres animados sin conciencia de serlo, los humanos gestionan el tiempo.
Gestionar el tiempo es un atributo exclusivamente humano. Y el tiempo solo
avanza en una dirección. Solo podemos cabalgarlo, como decía Borges. Retroceder
es imposible. Una vez disparada la flecha, es imposible que vuelva al arco.
Todas las acepciones del diccionario sobre la palabra progreso son positivas:
avanzar, desarrollar, adelantar, perfeccionar, movimiento. La pregunta para qué
sirve el progreso es pertinente pero solo si sabemos que es imposible no
progresar. Los animales progresan o regresan de acuerdo a las leyes de la
evolución. Una evolución que ya desde Darwin sabemos que no es finalista. Ni
siquiera la supervivencia de la especie es un fin de la evolución sino una
consecuencia. Si lo fuera no habrían desaparecido miles de especies. Desde que
hay rastros del hombre la humanidad ha progresado, lentamente al principio, de
una manera exponencial después. Pero el progreso de los humanos no es evolutivo
sino tecnológico. Esta es una historia nueva de la que ahora comenzamos a tener
clara conciencia.
Desde el punto de vista biológico
progresamos muy lentamente y las señales de adaptación, si se están
produciendo, que seguro que sí, son imposible de percibir por el ojo de los
humanos, como es imposible que un oftalmólogo se vea su propio ojo por dentro.
Pero como homo faber las cosas son distintas. Ortega en 1933 definía al hombre
como un centauro ontológico, capaz de crear una sobrenaturaleza, la técnica. En
vez de adaptarse al medio, como los demás animales, el homo faber, este
centauro ontológico adapta el medio a sus propias necesidades y a sus propias
expectativas. A este conjunto de actividades que el hombre impone a la
naturaleza, Ortega llama sobre-naturaleza. Esta sobre-naturaleza del hombre es
la historia del hombre, pues, para Ortega el hombre no tiene naturaleza sino
historia. Para los humanos la naturaleza y la historia es la misma cosa. Este
reconocimiento de nuestro poder sobre el medio tiene una extraordinaria
importancia pues nos hace también responsables de él, estableciéndose un
estrecho e indisoluble vínculo entre el desarrollo tecnológico y la ética del
procedimiento y de sus consecuencias. Es este ajustamiento, este ejercicio de
responsabilidad, lo que distingue la transformación tecnológica del medio, de
la posible transformación del medio que se puede producir por la intervención o
la manera de vivir animal. Mientras que los animales viven adaptados a su medio
los humanos tenemos constantemente que ajustarnos a él y a este ajustamiento al
medio es lo que Zubiri llama justificación. Justificar nuestros actos es
hacernos responsables de ellos, una cuestión de gran importancia a la hora de
hablar de la tecnología (D. Gracia).
Mi amiga y colega la doctora Mari Cruz
Almaraz, en una sobremesa reciente nos dejaba encima de la mesa una pregunta
inquietante: ¿Progreso, pero de qué progreso estamos hablando? Sí, es una
pregunta inquietante, sobre todo porque la respuesta no depende ni de la
naturaleza, ni de los dioses. Solo depende de la historia, que es algo que
hacen los humanos para poder después contarlo. El fin de la historia es sobre
todo el fin de una historia contada. La historia de un hombre o la historia de
todos los hombres. En la China imperial un gran pintor de la corte enseñaba a
sus admirados amigos un precioso cuadro con un jardín y un camino rodeado de
zarzas y de rosas que se dirigía a la puerta de una casa. Era, les dijo la obra
de su vida. Algo llamó la atención a las espaldas de los espectadores que por
un momento retiraron la mirada del cuadro. Cuando volvieron a prestarle
atención observaron cómo el pintor se dirigía por la vereda hacia la puerta de
la casa del cuadro, la abrió, se volvió unos segundos y luego la cerró tras él,
desapareciendo para siempre. Desapareciendo en el interior de su propia obra.
Pero esta historia, como habrán podido adivinar es solo un cuento, un cuento
chino, que en nuestra cultura popular se asocia a la fabulación y al engaño.
http://www.diariosur.es/opinion/201506/21/discurso-20150621005109-v.html
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