sábado, 18 de julio de 2015
domingo, 12 de julio de 2015
El Discurso
El tiempo es un tigre que me devora, pero yo soy ese
tigre, decía Borges. A estudiar la flecha del tiempo se dedica lo mejor de la
física teórica. Hoy sabemos, bueno es por decirlo de alguna manera, que el
tiempo discurre hacia adelante. Lo sabemos los humanos desde nuestra posición
de observadores del mundo, de un mundo, por ahora cierto, en el que lo más
lógico es que no exista el tiempo. Pero el tiempo, tal como los humanos lo
concebimos, no discurre igual para las cosas inanimadas, que para las animadas.
Como no lo hace igual, entre las animadas, para las humanos. Los seres animados
perciben el tiempo, adaptan su biología al tiempo, pero los humanos, además,
tenemos conciencia de su paso. Discurrimos sobre el tiempo. De alguna manera el
tiempo discurre solo porque los humanos discurrimos sobre el tiempo. Humanizar
el tiempo es la gran conquista de la humanidad. El discurso sobre el tiempo nos
hace humanos. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa es el progreso? Los humanos solo
pueden progresar porque, al contrario que los objetos inanimados o incluso los
seres animados sin conciencia de serlo, los humanos gestionan el tiempo.
Gestionar el tiempo es un atributo exclusivamente humano. Y el tiempo solo
avanza en una dirección. Solo podemos cabalgarlo, como decía Borges. Retroceder
es imposible. Una vez disparada la flecha, es imposible que vuelva al arco.
Todas las acepciones del diccionario sobre la palabra progreso son positivas:
avanzar, desarrollar, adelantar, perfeccionar, movimiento. La pregunta para qué
sirve el progreso es pertinente pero solo si sabemos que es imposible no
progresar. Los animales progresan o regresan de acuerdo a las leyes de la
evolución. Una evolución que ya desde Darwin sabemos que no es finalista. Ni
siquiera la supervivencia de la especie es un fin de la evolución sino una
consecuencia. Si lo fuera no habrían desaparecido miles de especies. Desde que
hay rastros del hombre la humanidad ha progresado, lentamente al principio, de
una manera exponencial después. Pero el progreso de los humanos no es evolutivo
sino tecnológico. Esta es una historia nueva de la que ahora comenzamos a tener
clara conciencia.
Desde el punto de vista biológico
progresamos muy lentamente y las señales de adaptación, si se están
produciendo, que seguro que sí, son imposible de percibir por el ojo de los
humanos, como es imposible que un oftalmólogo se vea su propio ojo por dentro.
Pero como homo faber las cosas son distintas. Ortega en 1933 definía al hombre
como un centauro ontológico, capaz de crear una sobrenaturaleza, la técnica. En
vez de adaptarse al medio, como los demás animales, el homo faber, este
centauro ontológico adapta el medio a sus propias necesidades y a sus propias
expectativas. A este conjunto de actividades que el hombre impone a la
naturaleza, Ortega llama sobre-naturaleza. Esta sobre-naturaleza del hombre es
la historia del hombre, pues, para Ortega el hombre no tiene naturaleza sino
historia. Para los humanos la naturaleza y la historia es la misma cosa. Este
reconocimiento de nuestro poder sobre el medio tiene una extraordinaria
importancia pues nos hace también responsables de él, estableciéndose un
estrecho e indisoluble vínculo entre el desarrollo tecnológico y la ética del
procedimiento y de sus consecuencias. Es este ajustamiento, este ejercicio de
responsabilidad, lo que distingue la transformación tecnológica del medio, de
la posible transformación del medio que se puede producir por la intervención o
la manera de vivir animal. Mientras que los animales viven adaptados a su medio
los humanos tenemos constantemente que ajustarnos a él y a este ajustamiento al
medio es lo que Zubiri llama justificación. Justificar nuestros actos es
hacernos responsables de ellos, una cuestión de gran importancia a la hora de
hablar de la tecnología (D. Gracia).
Mi amiga y colega la doctora Mari Cruz
Almaraz, en una sobremesa reciente nos dejaba encima de la mesa una pregunta
inquietante: ¿Progreso, pero de qué progreso estamos hablando? Sí, es una
pregunta inquietante, sobre todo porque la respuesta no depende ni de la
naturaleza, ni de los dioses. Solo depende de la historia, que es algo que
hacen los humanos para poder después contarlo. El fin de la historia es sobre
todo el fin de una historia contada. La historia de un hombre o la historia de
todos los hombres. En la China imperial un gran pintor de la corte enseñaba a
sus admirados amigos un precioso cuadro con un jardín y un camino rodeado de
zarzas y de rosas que se dirigía a la puerta de una casa. Era, les dijo la obra
de su vida. Algo llamó la atención a las espaldas de los espectadores que por
un momento retiraron la mirada del cuadro. Cuando volvieron a prestarle
atención observaron cómo el pintor se dirigía por la vereda hacia la puerta de
la casa del cuadro, la abrió, se volvió unos segundos y luego la cerró tras él,
desapareciendo para siempre. Desapareciendo en el interior de su propia obra.
Pero esta historia, como habrán podido adivinar es solo un cuento, un cuento
chino, que en nuestra cultura popular se asocia a la fabulación y al engaño.
http://www.diariosur.es/opinion/201506/21/discurso-20150621005109-v.html
Las guerras médicas
«Salud se plantea dar marcha atrás en la unión de servicios del Clínico y Carlos Haya», leemos en la primera página del diario SUR. Rectificar es de sabios. Mantenerla y no enmendarla es de necios o de prepotentes ignorantes. La fusión de los hospitales andaluces se hizo de manera precipitada y autoritaria.
Lo viví en primera persona pues entonces
aún era jefe de servicio del Hospital Carlos Haya. Un viernes nos
acostamos siendo médicos de un hospital y nos levantamos un lunes fundidos
en un abrazo los dos hospitales. En Sevilla, unos déspotas ilustrados habían
decidido que aquello era lo que nos convenía a todos. También a los pacientes.
En un fin de semana pasamos de un modelo competitivo y agónico a fusionarnos.
Créanme. Sé de lo que hablo. Lo sufrí en mis carnes, especialmente cuando fui
director científico del Instituto de Investigación Biomédica de Málaga (Ibima). Los gerentes de los dos hospitales hicieron
lo imposible por enconar las relaciones entre los grupos de investigación de
ambas instituciones. Alguno, en su celo, llegó tan lejos que hasta le costó el
cargo. Y con la actividad clínica ocurría igual. Cuando le preguntaba a mis
homónimos del Clínico la razón de aquella competitividad me contestaban que era
«por orden de la gerencia». Era la época de las vacas gordas y competir era lo
que se llevaba. Era la consecuencia lógica de un modelo que, llevado hasta sus
últimas consecuencias, hace creíble esta conversación entre un economista y un
médico:
–El economista: «La competencia es
necesaria para que las cosas funciones bien. Son necesarios más hospitales y
más médicos para que compitan entre sí. Más empresas farmacéuticas para que
compitan entre sí. Es la guerra de la competencia».
–El médico: «Tengo una duda. ¿Deben los
pacientes también competir entre sí?».
–El economista: «Por supuesto: La guerra
es buena para los pacientes».
Esta conversación parece una broma y lo
es, pero aquel modelo puso de manifiesto que el discurso político de «el
paciente es el eje del sistema», era, sobre todo, un discurso de
conveniencias y, en todo caso, una manera de quitarles a los médicos (y al
resto del personal sanitario) lo más preciado de su trabajo: la vocación de
servicio de la que la Administración se apropiaba, ahora, como los únicos
depositarios.
Las cosas cambiaron bruscamente con la
crisis. Se acabó la historia. Puesto que ya no podíamos seguir alimentando la
maquinaria de un modelo que solo funciona cuando hay dinero, era la hora de
llamar a filas a la moral, a la ética y a todo lo que fuera necesario para
ocultar una realidad. Y una de las ocurrencias fue la de la fusión. Muchos
advertimos de la inconveniencia de la medida en esta misma ‘Tribuna’ y en
cuantos foros se nos permitió opinar. No se me olvida mi conversación con la
entonces gerente, Carmen Cortes, en junio de 2013, dos meses antes de mi jubilación
forzosa. Había anunciado la fusión de los dos servicios de endocrinología de
los dos hospitales y fui a su despacho con la doctora Marisol Ruiz de Adana
(directora en ese momento de la UGC) a pedir una moratoria de un año para, en
ese tiempo, intentar limar las diferencias conceptuales y de método que el
modelo competitivo anterior había ido agrandando. Duró poco la reunión: la
respuesta fue que la fusión sería inmediata pues lo importante era que quedara
claro quién mandaba allí. La pobre parecía estar haciendo una parodia de
Humpty-Dumpty, aunque es improbable que hubiera leído a Lewis Carroll. Y la
fusión se hizo a los 15 días de mi jubilación.
Han pasado ya más de dos años y las
fusiones han sido un fracaso. Pero eran un fracaso anunciado. Había suficiente
experiencia mundial sobre la inconveniencia de las fusiones de las grandes
instalaciones históricas. Pero al parecer ni siquiera habían leído la
literatura científica sobre las fusiones, cuando la pusieron en marcha y si lo
hicieron debieron creer que tenían el poder de la negación de la
evidencia. Y esta era la cuestión. Quienes tomaron la decisión estaban
acostumbrados a tener un poder enorme. Un grave error con un alto precio. Y no
solo para la administración sanitaria. También para los nuevos directores de
UGC intercentros.
Desde luego no todos se comportaron igual.
Los hubo que directamente dijeron que no. Fue el caso, por ejemplo, del Dr.
Eduardo de Teresa, jefe de servicio de Cardiología del Clínico. Algunos, pocos,
han dimitido, como es el caso del Dr. Juan de Dios Colmenero, jefe del Servicio
de Infecciosos de Carlos Haya. Demostrando con sus ejemplos que es posible
decir no o dimitir. Otros asumieron la dirección y la han intentado llevar con
la mayor dignidad o se han significado por sus elocuentes silencios. Pero
algunos, en fin, han aprovechado la convocatoria para satisfacer sus ambiciones
personales, en unos casos con la justificación militar de la obediencia debida,
impropia de unos líderes de una sociedad civil, abierta y madura, y, en otros,
encantados, pues el nuevo modelo les ha dado una enorme capacidad de medrar en
espacios a los que antes no accedían. Entre ellos la mayor proximidad al poder
político del que esperaban cobrar los servicios prestados y, también, al poder
económico representado por las multinacionales farmacéuticas que han visto en
estos nuevos superdirectores unos instrumentos eficacísimos, a los que pagan
generosamente por su trabajo mercadotécnico ante las instancias profesionales y
administrativas.
La consejería ha paralizado ya desde hace
meses las nuevas fusiones y es de esperar que revierta todas las que existen,
pues será difícil que se puedan separar «las que funcionan» «de las que no
funcionan», una vez que la misma consejería ha reconocido «que el modelo no
funciona». Se evitaría así, también, que prosperen los recursos contra el
decreto de fusión que los sindicatos impusieron en su momento.
En todo caso con esta decisión el nuevo
consejero se apunta un gran tanto. Debe saber que seremos muchos los que le apoyaremos
en esta iniciativa.
http://www.diariosur.es/opinion/201507/08/guerras-medicas-20150708100917.html
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