sábado, 18 de julio de 2015

Una muerte dulce

    Me llaman de Canal sur Radio para preguntarme por  las bebidas azucaradas. Ayer todos los medios nacionales se hacían eco de un  trabajo aparecido en una prestigiosa revista científica mundial en la que se demostraba que las personas con tomaban más de una bebida azucarada o energizarte al día tenían más riesgo de ser obesas, diabéticas, hipertensas, tener cáncer 0, en fin,  de morirse antes.    ¿Su opinión?, me pregunta el periodista.  Pues que no es nada nuevo y que, además, era lo previsible. Las  calorías procedentes de este tipo de bebidas suponen en España  hasta el 4 % de la energía diaria de los niños.  Una barbaridad.  Pero le añado: esta no es más que el final de una larga marcha que comenzó convenciendo a las gentes de que existía una cosa que se llama agua mineral frente a la otra, la del grifo a la que se llama corriente, por no llamarla vegetal que sería el antónimo de mineral. Un agua “mineral” cuya única diferencia con “la vegetal” es que tiene coste superior al 150%  (1 litro de agua del grifo  vale aproximadamente 0,0015 euros). Una vez que te lo has creído  convencernos  de que hay que comer con “bebidas azucaradas” ha sido para el mercado un paseo militar.  No hay más que ir a un super y ver en las colas de las cajas registradoras como una parte del volumen de la compra lo componen botellas rellenas de líquidos de diferentes colores.  Y lo peor es que el daño está ya hecho para las próximas generaciones, pues estos adultos ya fueron “impresos” en sus gustos por la mercadotecnic a y ahora la transmiten a sus hijos, que hasta desayunan con zumos en lugar de con leche.  ¿Qué hacer, me pregunta el periodista ante mis desabridos comentarios?.  ¿Educar?. Pues sí, que otro remedio, “aunque desgraciadamente programas como el suyo no solo no sirven de nada sino que apoyan subconscientemente   a las fuerzas invisibles del mercado”. Deberíamos aprender del  tabaco. De nada sirvió que los paquetes llevasen adosados una  esquela mortuoria. No ha sido hasta que el Estado  ha intervenido cuando se ha conseguido algunos tímidos progresos.  ¿Prohibir las bebidas azucaradas? Me dice algo escandalizado el periodista. Depende. Prohibir no es malo ni bueno, le digo. Pero si el Estado no defiende a los ciudadanos de las inmensas fuerzas del mercado para que quiero yo al Estado. Y, por favor no me remita a que los enseñen a beber en la escuela. Ya basta. Como si no tuvieran los maestros otras cosas que hacer

domingo, 12 de julio de 2015

El Discurso


  El tiempo es un tigre que me devora, pero yo soy ese tigre, decía Borges. A estudiar la flecha del tiempo se dedica lo mejor de la física teórica. Hoy sabemos, bueno es por decirlo de alguna manera, que el tiempo discurre hacia adelante. Lo sabemos los humanos desde nuestra posición de observadores del mundo, de un mundo, por ahora cierto, en el que lo más lógico es que no exista el tiempo. Pero el tiempo, tal como los humanos lo concebimos, no discurre igual para las cosas inanimadas, que para las animadas. Como no lo hace igual, entre las animadas, para las humanos. Los seres animados perciben el tiempo, adaptan su biología al tiempo, pero los humanos, además, tenemos conciencia de su paso. Discurrimos sobre el tiempo. De alguna manera el tiempo discurre solo porque los humanos discurrimos sobre el tiempo. Humanizar el tiempo es la gran conquista de la humanidad. El discurso sobre el tiempo nos hace humanos. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa es el progreso? Los humanos solo pueden progresar porque, al contrario que los objetos inanimados o incluso los seres animados sin conciencia de serlo, los humanos gestionan el tiempo. Gestionar el tiempo es un atributo exclusivamente humano. Y el tiempo solo avanza en una dirección. Solo podemos cabalgarlo, como decía Borges. Retroceder es imposible. Una vez disparada la flecha, es imposible que vuelva al arco. Todas las acepciones del diccionario sobre la palabra progreso son positivas: avanzar, desarrollar, adelantar, perfeccionar, movimiento. La pregunta para qué sirve el progreso es pertinente pero solo si sabemos que es imposible no progresar. Los animales progresan o regresan de acuerdo a las leyes de la evolución. Una evolución que ya desde Darwin sabemos que no es finalista. Ni siquiera la supervivencia de la especie es un fin de la evolución sino una consecuencia. Si lo fuera no habrían desaparecido miles de especies. Desde que hay rastros del hombre la humanidad ha progresado, lentamente al principio, de una manera exponencial después. Pero el progreso de los humanos no es evolutivo sino tecnológico. Esta es una historia nueva de la que ahora comenzamos a tener clara conciencia.
 Desde el punto de vista biológico progresamos muy lentamente y las señales de adaptación, si se están produciendo, que seguro que sí, son imposible de percibir por el ojo de los humanos, como es imposible que un oftalmólogo se vea su propio ojo por dentro. Pero como homo faber las cosas son distintas. Ortega en 1933 definía al hombre como un centauro ontológico, capaz de crear una sobrenaturaleza, la técnica. En vez de adaptarse al medio, como los demás animales, el homo faber, este centauro ontológico adapta el medio a sus propias necesidades y a sus propias expectativas. A este conjunto de actividades que el hombre impone a la naturaleza, Ortega llama sobre-naturaleza. Esta sobre-naturaleza del hombre es la historia del hombre, pues, para Ortega el hombre no tiene naturaleza sino historia. Para los humanos la naturaleza y la historia es la misma cosa. Este reconocimiento de nuestro poder sobre el medio tiene una extraordinaria importancia pues nos hace también responsables de él, estableciéndose un estrecho e indisoluble vínculo entre el desarrollo tecnológico y la ética del procedimiento y de sus consecuencias. Es este ajustamiento, este ejercicio de responsabilidad, lo que distingue la transformación tecnológica del medio, de la posible transformación del medio que se puede producir por la intervención o la manera de vivir animal. Mientras que los animales viven adaptados a su medio los humanos tenemos constantemente que ajustarnos a él y a este ajustamiento al medio es lo que Zubiri llama justificación. Justificar nuestros actos es hacernos responsables de ellos, una cuestión de gran importancia a la hora de hablar de la tecnología (D. Gracia).

Mi amiga y colega la doctora Mari Cruz Almaraz, en una sobremesa reciente nos dejaba encima de la mesa una pregunta inquietante: ¿Progreso, pero de qué progreso estamos hablando? Sí, es una pregunta inquietante, sobre todo porque la respuesta no depende ni de la naturaleza, ni de los dioses. Solo depende de la historia, que es algo que hacen los humanos para poder después contarlo. El fin de la historia es sobre todo el fin de una historia contada. La historia de un hombre o la historia de todos los hombres. En la China imperial un gran pintor de la corte enseñaba a sus admirados amigos un precioso cuadro con un jardín y un camino rodeado de zarzas y de rosas que se dirigía a la puerta de una casa. Era, les dijo la obra de su vida. Algo llamó la atención a las espaldas de los espectadores que por un momento retiraron la mirada del cuadro. Cuando volvieron a prestarle atención observaron cómo el pintor se dirigía por la vereda hacia la puerta de la casa del cuadro, la abrió, se volvió unos segundos y luego la cerró tras él, desapareciendo para siempre. Desapareciendo en el interior de su propia obra. Pero esta historia, como habrán podido adivinar es solo un cuento, un cuento chino, que en nuestra cultura popular se asocia a la fabulación y al engaño.
http://www.diariosur.es/opinion/201506/21/discurso-20150621005109-v.html

Las guerras médicas

«Salud se plantea dar marcha atrás en la unión de servicios del Clínico y Carlos Haya», leemos en la primera página del diario SUR. Rectificar es de sabios. Mantenerla y no enmendarla es de necios o de prepotentes ignorantes. La fusión de los hospitales andaluces se hizo de manera precipitada y autoritaria. 

Lo viví en primera persona pues entonces aún era jefe de servicio del Hospital Carlos Haya. Un viernes nos acostamos siendo médicos de un hospital y nos levantamos un lunes fundidos en un abrazo los dos hospitales. En Sevilla, unos déspotas ilustrados habían decidido que aquello era lo que nos convenía a todos. También a los pacientes. En un fin de semana pasamos de un modelo competitivo y agónico a fusionarnos. Créanme. Sé de lo que hablo. Lo sufrí en mis carnes, especialmente cuando fui director científico del Instituto de Investigación Biomédica de Málaga (Ibima).  Los gerentes de los dos hospitales hicieron lo imposible por enconar las relaciones entre los grupos de investigación de ambas instituciones. Alguno, en su celo, llegó tan lejos que hasta le costó el cargo. Y con la actividad clínica ocurría igual. Cuando le preguntaba a mis homónimos del Clínico la razón de aquella competitividad me contestaban que era «por orden de la gerencia». Era la época de las vacas gordas y competir era lo que se llevaba. Era la consecuencia lógica de un modelo que, llevado hasta sus últimas consecuencias, hace creíble esta conversación entre un economista y un médico:
–El economista: «La competencia es necesaria para que las cosas funciones bien. Son necesarios más hospitales y más médicos para que compitan entre sí. Más empresas farmacéuticas para que compitan entre sí. Es la guerra de la competencia».
–El médico: «Tengo una duda. ¿Deben los pacientes también competir entre sí?».
–El economista: «Por supuesto: La guerra es buena para los pacientes».
Esta conversación parece una broma y lo es, pero aquel modelo puso de manifiesto que el discurso político de «el paciente es el eje del sistema», era, sobre todo, un discurso de conveniencias y, en todo caso, una manera de quitarles a los médicos (y al resto del personal sanitario) lo más preciado de su trabajo: la vocación de servicio de la que la Administración se apropiaba, ahora, como los únicos depositarios.
Las cosas cambiaron bruscamente con la crisis. Se acabó la historia. Puesto que ya no podíamos seguir alimentando la maquinaria de un modelo que solo funciona cuando hay dinero, era la hora de llamar a filas a la moral, a la ética y a todo lo que fuera necesario para ocultar una realidad. Y una de las ocurrencias fue la de la fusión. Muchos advertimos de la inconveniencia de la medida en esta misma ‘Tribuna’ y en cuantos foros se nos permitió opinar. No se me olvida mi conversación con la entonces gerente, Carmen Cortes, en junio de 2013, dos meses antes de mi jubilación forzosa. Había anunciado la fusión de los dos servicios de endocrinología de los dos hospitales y fui a su despacho con la doctora Marisol Ruiz de Adana (directora en ese momento de la UGC) a pedir una moratoria de un año para, en ese tiempo, intentar limar las diferencias conceptuales y de método que el modelo competitivo anterior había ido agrandando. Duró poco la reunión: la respuesta fue que la fusión sería inmediata pues lo importante era que quedara claro quién mandaba allí. La pobre parecía estar haciendo una parodia de Humpty-Dumpty, aunque es improbable que hubiera leído a Lewis Carroll. Y la fusión se hizo a los 15 días de mi jubilación.
Han pasado ya más de dos años y las fusiones han sido un fracaso. Pero eran un fracaso anunciado. Había suficiente experiencia mundial sobre la inconveniencia de las fusiones de las grandes instalaciones históricas. Pero al parecer ni siquiera habían leído la literatura científica sobre las fusiones, cuando la pusieron en marcha y si lo hicieron debieron creer que tenían el poder de la negación de la evidencia. Y esta era la cuestión. Quienes tomaron la decisión estaban acostumbrados a tener un poder enorme. Un grave error con un alto precio. Y no solo para la administración sanitaria. También para los nuevos directores de UGC intercentros.
Desde luego no todos se comportaron igual. Los hubo que directamente dijeron que no. Fue el caso, por ejemplo, del Dr. Eduardo de Teresa, jefe de servicio de Cardiología del Clínico. Algunos, pocos, han dimitido, como es el caso del Dr. Juan de Dios Colmenero, jefe del Servicio de Infecciosos de Carlos Haya. Demostrando con sus ejemplos que es posible decir no o dimitir. Otros asumieron la dirección y la han intentado llevar con la mayor dignidad o se han significado por sus elocuentes silencios. Pero algunos, en fin, han aprovechado la convocatoria para satisfacer sus ambiciones personales, en unos casos con la justificación militar de la obediencia debida, impropia de unos líderes de una sociedad civil, abierta y madura, y, en otros, encantados, pues el nuevo modelo les ha dado una enorme capacidad de medrar en espacios a los que antes no accedían. Entre ellos la mayor proximidad al poder político del que esperaban cobrar los servicios prestados y, también, al poder económico representado por las multinacionales farmacéuticas que han visto en estos nuevos superdirectores unos instrumentos eficacísimos, a los que pagan generosamente por su trabajo mercadotécnico ante las instancias profesionales y administrativas.
La consejería ha paralizado ya desde hace meses las nuevas fusiones y es de esperar que revierta todas las que existen, pues será difícil que se puedan separar «las que funcionan» «de las que no funcionan», una vez que la misma consejería ha reconocido «que el modelo no funciona». Se evitaría así, también, que prosperen los recursos contra el decreto de fusión que los sindicatos impusieron en su momento.
En todo caso con esta decisión el nuevo consejero se apunta un gran tanto. Debe saber que seremos muchos los que le apoyaremos en esta iniciativa.
http://www.diariosur.es/opinion/201507/08/guerras-medicas-20150708100917.html