DIARIO SUR. TRIBUNA DE OPINIÓN
Viernes, 5 enero 2018, 07:38
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Vemos que el mundo cambia a nuestro alrededor a una vertiginosa velocidad y
que, jóvenes o viejos, quedamos obsoletos al poco de haber comenzado
FEDERICO SORIGUER. MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
En cierta ocasión hablando con Paco Puche descubrí que tanto él en Proteo
como yo en mi servicio de Endocrinología del viejo Carlos Haya, habíamos
seguido un modelo parecido de organización que en resumen consistió en que como
todo el mundo había hecho lo que quería todo el mundo terminó haciendo lo que
debía. En algún momento de aquella conversación Puche utilizó el término 'retroprogresista'.
Me gustó la palabra y me quedé con ella. Algún tiempo más tarde la volví a
encontrar en 'Cuaderno amarillo' de Salvador Paniker. «De ser algo sería
retroprogresista», decía retóricamente Paniker, que seguramente había tomado la
idea de alguna otra fuente que no citaba. Es lo que suele ocurrir con las
palabras. Nacen en algún lugar y si tienen fortuna pasan de mano en mano hasta
dejar de tener derechos de autor. Por eso no hay nada más democrático e
igualitario que las palabras. No existe propiedad intelectual sobre las
palabras y su significado. Un buen ejemplo de modestia para quienes viven
obsesionados con la originalidad. En otra ocasión un político andaluz de triste
recuerdo y que fue delegado de la Junta en Málaga, los días antes de unas
elecciones que él tildó de históricas, me dijo: «Federico es la hora de
definirse». Si en vez de una conversación real se hubiera tratado de un cómic,
el dibujante en mi cabeza hubiera representado por toda respuesta un gran signo
de admiración. Pero era una conversación real en la que solo caben palabras,
así que tras un momento le dije: «pues mira, yo soy retroprogresista», y si de
nuevo se hubiera tratado de un cómic, tras la respuesta hubiera vuelto la cara
hacia la otra viñeta, tal como hace José Mota en sus 'sketch' televisivos y con
la boca torcida hubiera dicho para mí: «Gracias Puche, gracias Paniker, con
vuestro préstamo me habéis librado de tener que convencer a un tonto». Pues
¿cómo explicarle a quien en realidad sólo me estaba pidiendo que le votara, que
no hay nada más difícil que una buena definición? Y así, casi sin darnos cuenta
discurre la vida, poco a poco, robando palabras o para ser más precisos
cogiéndolas prestadas pues siempre esperas que habrá algún momento en el que
las podrás devolver cargadas de un nuevo significado. ¿Qué otra cosa son, si
no, estos deseos que cada Año Nuevo le susurramos a la vida? Nuevos
significados a viejas palabras. Pasan los años y las palabras se gastan de
tanto usarlas y va pasando el tiempo que desde el Big Bang sabemos que solo
corre en una dirección. Hasta qué un día descubres que se tiene ya más pasado
que futuro y que la lentitud, esa que tal vez despreciaste cuando joven, lejos
de ser un defecto es una valiosa propiedad de la vejez. El diccionario llama
parsimonia a la lentitud, al sosiego en el modo de hablar o de obrar, a la
flema y frialdad de ánimo, a la frugalidad y moderación en los gastos, a la
circunspección y a la templanza. Que palabra más hermosa parsimonia, cualquier
cosa que signifique. Pero no habría que llegar a viejo para disfrutar con las
palabras pues ¿qué otra cosa es la naturaleza humana sino pura parsimonia? La
naturaleza no tiene prisa. Tampoco la naturaleza humana. Vemos que el mundo
cambia a nuestro alrededor a una vertiginosa velocidad y que, jóvenes o viejos,
quedamos obsoletos al poco de haber comenzado. De los dos últimos años te piden
el currículum en los concursos públicos de investigación. El resto es basura.
Solo pasado. Pero esto es solo en apariencia. Porque el mundo va más lento de
lo que creemos. Nuestra naturaleza no ha cambiado tanto desde que somos
sapiens. Es cierto que vivimos más años y mejor lo que no es poco y es cierto
que el desarrollo tecnológico va a la velocidad de Aquiles el de los pies
ligeros, como lo es que el desarrollo moral y emocional progresa al paso de una
tortuga. Sería deseable que cabalgaran juntos, pero no lo hacen. Y ninguna
cuadriga corre más que el caballo más lento. Despreciamos lo viejo por antiguo
y los jóvenes ven en los viejos el pasado cuando deberían de ver su futuro.
Obsolescencia se le llama. Una palabra nueva y demasiado densa para una idea
muy vieja. Pero lo nuevo no es siempre lo más duradero. Las cosas viejas lo son
por algún motivo. La supervivencia es la verdadera prueba del tiempo. En alguna
parte he leído recientemente que la nueva 'tablet' y el viejo libro
desaparecerán algún día, pero es muy probable que lo haga mucho antes la
'tablet', sustituida por un nuevo cachivache, que los viejos libros de papel. Y
así con tantas cosas. ¿Quién iba a decir que se iba a producir un resurgir de
la espiritualidad? Es posible que Dios haya muerto pero ¿qué me dicen del
resurgimiento de la vieja espiritualidad de la mano, nada más y nada menos que
de la física de partículas? Desacelerar el 'progreso' he aquí el fáustico
empeño que el siglo XXI parece haber encomendado a los viejos. Reivindicar la
parsimonia, la lentitud, la templanza, la conversación, el disfrutar de la
amistad y de la palabras. «Hacer es pensar» dejó dicho Richard Sennet en 'El
Artesano'. No está mal como cabecera de un manifiesto pragmatista. «Pensarlo
antes de hacerlo y pensarlo dos veces», podría ser el manifiesto
retroprogresista del siglo XXI. 'Festina lente' dijeron los griegos y luego los
romanos. He aquí una vieja utopía para el siglo de las prisas. Marañón dejó
escrito que la prisa es la enfermedad infantil de la rapidez. Reunir la
parsimonia y la prudencia de los viejos con la intrepidez de los jóvenes. ¿Cómo
llamar a esta confluencia maravillosa? Encontrar esa palabra y jugar con ella
estrujándole todas sus posibilidades, podría ser un gran objetivo para este año
que comienza. Feliz 2018.
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