FEDERICO SORIGUER ESCOFET. MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA
DE CIENCIAS
DIARIO SUR , 1 octubre 2017, 10:59
Mis tatarabuelos materno y paterno emigraron en el siglo XIX desde Cataluña
a Andalucía y una feliz coincidencia ha hecho que las dos ramas se unieran años
después. El posible lector catalán lo comprobará por mis apellidos que
pertenecen a una árbol genealógico que ya lo quisiera para sí el más conspicuo
catalanista. El primero era un carlista (si se rastrea la geografía del
independentismo catalán se encontrará con el carlismo más reaccionario) que
tras las sucesivas derrotas se refugió en Francia y luego en Andalucía. El
segundo era un comerciante que se vino atraído por el floreciente negocio del
corcho. No fueron una excepción ni tampoco era sorprendente. En el año 1856 la
industria andaluza suponía el 24 % de la española y cinco provincias (Córdoba,
Huelva, Jaén, Málaga y Sevilla) estaban por encima de la media en cuanto nivel
de industrialización (Carlos Arenas Posadas en 'Poder, Economía y Sociedad en
el Sur, 2015, pp 99'). Por otro lado la talla media de los soldados de
reemplazo andaluces estaba por encima de la media española (José Miguel
Martínez Carrión, 2011), siendo bien conocido como la talla media es el espejo
del nivel de vida de las población (James Tanner). La minería, la agricultura,
el aceite, el corcho, las hilaturas de la subbética cordobesa y las acerías de
Málaga, atrajeron a muchos catalanes, como mis antepasados y si alguien quiere
conocer más detalles que lea la preciosa y precisa historia de Antonio Soler
sobre Málaga y por extensión Andalucía (Málaga, Paraíso perdido (Fundación JM
Lara, 2010). Aquí mis antepasados catalanes, hicieron fortuna y ahora, nosotros
sus descendientes, pertenecemos a esa legión de andaluces del silencio tan poco
apreciada por ciertos nacionalistas catalanes. Más allá de lo sentimental, como
médico y como científico, he mantenido estrechos vínculos con Cataluña.
Como otros muchos ciudadanos españoles he reconocido el liderazgo catalán
en investigación biomédica y lo hemos apoyado con nuestro trabajo y nuestros
recursos. Era sobre todo una cuestión de eficiencia y de pragmatismo pues el
éxito de Cataluña era también el nuestro y el del resto de España. Hoy, a la
vista de los acontecimientos, no puedo sino sentirme engañado y decepcionado.
Ayer mismo aquí en Málaga una apreciada colega catalana del Hospital Valls
d´Hebron a la que habíamos invitado para formar parte del tribunal de una tesis
doctoral, a la que conozco y aprecio desde hace cuarenta años y que conocen y
aprecian todas esta generaciones de endocrinólogos españoles, de los que ha
recibido todo el cariño, reconocimiento y apoyo, ante una discreta pregunta de
una de las contertulias de la sobremesa, se definió sin pudor, sin matices, con
altanería y en el contexto de la conversación sin cortesía alguna, como independentista
total. ¡Jamás lo hubiera podido imaginar de ella!
Cierta parte de la sociedad catalana, incluidos algunos antiguos colegas
con los que he trabajado estrechamente, se quieren quedar con todo, incluido lo
que allí hemos dejado tantos médicos y científicos españoles (me limito a mi
experiencia personal, aunque supongo que se puede extender a otros ámbitos).
¿Qué son todos estos laboratorios que han sido financiados por las
instituciones españolas y que los podríamos disfrutar en otras ciudades pero que
de común acuerdo decidimos que se quedaran en Cataluña, porque sin duda se lo
merecían, pero sobre todo porque el éxito de ellos era también el nuestro? ¡Qué
ingenuidad!. Ahora muchos de nosotros nos sentimos traicionados en la confianza
depositada en aquella sociedad catalana y en la comunidad científica y médica
en mi caso particular, a la que considerábamos y sentíamos como propia. Una
parte de esa sociedad quiere ahora hacer realidad en 'horas veinticuatro' un
sentimiento más propio del romanticismo de la época de mis bisabuelos que de
una sociedad avanzada. Desprecian los lazos que hemos construido (mi familia y
yo somos un buen ejemplo) a lo largo de cientos de años y prefieren dejarse
arrebatar por un sueño impropio de una sociedad madura y adulta, ahora
dispuesta a cualquier cosa por satisfacer un deseo identitario que ignora
irresponsablemente sus consecuencias. Qué decepción el de ese 'pueblo catalán'
al que desde una España acomplejada habíamos concedido unos privilegios de
liderazgo moral y social que ahora vemos tan equivocados. Mi colega de ayer se
reconocía, además de ¡izquierdas! ¿Cómo pueden gente tal ilustrada caer en esa
sociopatía irresponsable? Ante mi silencio elocuente y cortés, nos despedimos.
«Nos vemos pronto, ¿no?», dijo. «Dependerá de lo que ocurra en Cataluña»,
contesté. Pareció no entenderme. Puso cara de perplejidad, porque ni siquiera
era capaz de concebir mi estupor y mi desprecio. ¡Quería además mi cariño y mi
comprensión! Freud y Almodóvar han analizado magistralmente, con estilos
distintos pero resultados parecidos, la tragedia que supone dejarse arrebatar
por el deseo. Los pueblos enferman como lo hacen las personas. Un pueblo que no
es capaz de reconocerse en el tiempo y en el lugar que le toca, que vive
ensueños y fantasías impropias del momento y que ni siquiera es consciente del
daño que se puede hacer a sí mismo ni a los demás, es un pueblo enfermo, como
lo fue el pueblo alemán de entreguerras o los marbellíes en la época de Gil.
Hoy le ha tocado al pueblo de Cataluña. Mañana podrían ser los andaluces o
cualquier otro pueblo de España o de Europa, pues las sociopatías se transmiten
como las enfermedades contagiosas. Es por esto que el Estado español no puede
perder esta guerra. Ni por los catalanes ni por el resto de los ciudadanos
españoles. Cataluña no se merece este espectáculo y la memoria de mis
antepasados tampoco. ¡Qué hastío!
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