lunes, 30 de octubre de 2017

Elogio y refutación de la diferencia





Opinión. DIARIO SUR. Domingo, 29 octubre 2017, 09:40

FEDERICO SORIGUER. Médico y miembro de la Academia Malagueña de Ciencias
http://www.diariosur.es/opinion/elogio-refutacion-diferencia-20171029093934-nt.html

Agotados todos los demás, los sentimientos son los últimos argumentos de los independentistas catalanes. Necesito la independencia porque me siento diferente y porque siento pertenecer a un pueblo que es, también, diferente. Porque, si no fuera así, si no me sintiera diferente, ¿por qué y para qué diablos querría ser independiente? Así que esta es la nuez del separatismo. La diferencia. Y es este también el más intolerable moral y políticamente de todos los argumentos. Pues claro que eres diferente. Todos los somos. Lo somos biológicamente, no hay más que vernos las caras, y lo somos genéticamente, y menos mal porque en la diversidad genética está la clave de la supervivencia de cualquier especie. Pero eso es una cosa y otra muy distinta que, como ocurrió en la primera mitad del siglo XX, se fundamentaran sobre ella las políticas racistas que terminarían justificando el nazismo. Pero hoy ya sabemos que esta diferencia biológica es entre individuos no entre pueblos y que hay más diferencias genéticas entre dos, pongamos, catalanes tomados al azar que entre un aborigen y un catalán.
El genotipo ha derrotado al fenotipo. Pero agotada las razones biológicas de las diferencias, surge ahora la razón identitaria, basada en lo inefable,  convirtiendo a estas diferencias, de nuevo, en un derecho colectivo inalienable. Y es desde este supuesto derecho a la diferencia donde fundamentan en último extremo el derecho a la independencia. Precisamente una de las grandes conquistas de la Ilustración fue el descubrimiento del ‘individuo’. El ‘individuo’ es un invento liberal, como lo es todo el sistema de valores de los derechos humanos que son sobre todo los derechos de las personas tomadas una a una. Lo que es ya más dudoso es que exista algo así como una identidad colectiva inamovible que se transmitiría de generación en generación.
A lo largo de la historia ha existido una obsesión por encontrar el busilis de la identidad de los pueblos y si tienen alguna duda lean el reciente libro de Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente (‘El relato nacional’) o ‘Las falsificaciones de la historia’ de Julio Caro Baroja. Estoy seguro que saldrán de ellos tan desconcertados como yo. Reconozco mi incapacidad para percibir estas diferencias colectivas.  He viajado mucho, como mucha gente de hoy, y  mi mayor placer cuando he llegado a un sitio era sentarme en un lugar público y ver a la gente pasar delante de mí. Al cabo de un rato se me ha olvidado dónde estaba, salvo que este lugar fuera de un país pobre o salvo que me hubiera equivocado de calle en Chicago o en Manhattan y, allí en estos barrios innombrables, la sensación era la misma que cuando alguna vez en Sevilla tenía que hacer las urgencias médicas en la barriada de las Tres Mil Viviendas. Y este ejemplo está tomado con intención porque lo más sorprendente de este reverdecimiento identitario ahora de corte emocional  es que ha contado con el apoyo de una izquierda que ha olvidado su razón de existir y agotadas «sus energías utópicas (Marian M. Bascuñan) se ha volcado en la lucha por los reconocimientos de las identidades culturales, desplazando su interés desde las diferencias económicas entre personas y pueblos hacia las diferencias culturales a veces reales, a veces nimias o inexistentes. Diferencias a las que había que azuzar o si es necesario reinventar con este discurso alternativo de la victimización cultural, sobrerrepresentando las especificidades antropológicas, étnicas, o culturales.
Frente al discurso histórico de la izquierda por  la igualdad, la nueva izquierda sentimental apuesta por una democracia ‘cultural’, frente a una democracia igualitaria y constitucional opta por la del ‘narcisismo de las pequeñas diferencias’, frente a un proyecto emancipador global toma partido por los localismos y las pequeñas diferencias.  Ya lo dijo Anna Gabriel el día 3 de octubre: «Somos independentistas internacionalistas» y ahí queda eso. No es sorprendente que esta izquierda desnortada, magistralmente representada en España por Podemos, esté frustrada políticamente. Se ha equivocado de ‘demos’ y en una democracia atinar con el ‘demos’ es la clave.
El caso de Cataluña es paradigmático. El levantamiento revolucionario de una parte de la población catalana en torno a un sentimiento identitario tiene connotaciones supremacistas. Algo intolerable incluso para esos independentistas de última hora, que han llegado a creerse que estas diferencias que se reclaman son neutras, lo que es un oxímoron, pues de ser cierto anularían toda la razón de ser de de esa diferencia. Pero, además, tiene connotaciones prepolíticas, pues están basadas en los sentimientos, un poderoso argumento que Goya dejó magistralmente representado en sus ‘Sueños de la razón’, unos argumentos entrañables tomados individualmente pero que ningún Estado de derecho puede reconocer como argumento político. Así que lo que negamos aquí es precisamente ese pretendido derecho político a la diferencia. Las diferencias identitarias forman parte de la razón de ser de los individuos pero no son razones políticas que identifiquen a un pueblo en un Estado democrático. Entre otras cosas porque no existe tal cosa como el pueblo.
Aceptar los derechos del pueblo catalán supone aceptar que tal cosa existe independiente de las personas que viven en Cataluña e independientemente de las personas que viven en el resto de España y de Europa. Y es esta, en mi opinión, la batalla que hay que dar a partir de ahora. Desmontar todo el falso tinglado conceptual que ha sido capaz de seducir a decenas de miles de personas, dispuestas hoy a cualquier cosa por legitimar mediante la independencia el sueño de la diferencia. Algo que es legítimo e imprescindible en cualquier persona que quiera ser autónoma, pero inaceptable cuando se ha intentado trasladar a todo un pueblo, pues los sueños no son material político. Cuando se ha intentado utilizarlos con fines políticos la historia, otra vez la historia, muestra que solo trae enfrentamientos entre los individuos, dolor y sufrimiento. Y eso es lo que nos espera por ahora.


domingo, 1 de octubre de 2017

La decepción de un oriundo



                                                                                                            http://www.diariosur.es/opinion/decepcion-oriundo-20171001004416-ntvo.html
FEDERICO SORIGUER ESCOFET. MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS

DIARIO SUR , 1 octubre 2017, 10:59
Mis tatarabuelos materno y paterno emigraron en el siglo XIX desde Cataluña a Andalucía y una feliz coincidencia ha hecho que las dos ramas se unieran años después. El posible lector catalán lo comprobará por mis apellidos que pertenecen a una árbol genealógico que ya lo quisiera para sí el más conspicuo catalanista. El primero era un carlista (si se rastrea la geografía del independentismo catalán se encontrará con el carlismo más reaccionario) que tras las sucesivas derrotas se refugió en Francia y luego en Andalucía. El segundo era un comerciante que se vino atraído por el floreciente negocio del corcho. No fueron una excepción ni tampoco era sorprendente. En el año 1856 la industria andaluza suponía el 24 % de la española y cinco provincias (Córdoba, Huelva, Jaén, Málaga y Sevilla) estaban por encima de la media en cuanto nivel de industrialización (Carlos Arenas Posadas en 'Poder, Economía y Sociedad en el Sur, 2015, pp 99'). Por otro lado la talla media de los soldados de reemplazo andaluces estaba por encima de la media española (José Miguel Martínez Carrión, 2011), siendo bien conocido como la talla media es el espejo del nivel de vida de las población (James Tanner). La minería, la agricultura, el aceite, el corcho, las hilaturas de la subbética cordobesa y las acerías de Málaga, atrajeron a muchos catalanes, como mis antepasados y si alguien quiere conocer más detalles que lea la preciosa y precisa historia de Antonio Soler sobre Málaga y por extensión Andalucía (Málaga, Paraíso perdido (Fundación JM Lara, 2010). Aquí mis antepasados catalanes, hicieron fortuna y ahora, nosotros sus descendientes, pertenecemos a esa legión de andaluces del silencio tan poco apreciada por ciertos nacionalistas catalanes. Más allá de lo sentimental, como médico y como científico, he mantenido estrechos vínculos con Cataluña.
Como otros muchos ciudadanos españoles he reconocido el liderazgo catalán en investigación biomédica y lo hemos apoyado con nuestro trabajo y nuestros recursos. Era sobre todo una cuestión de eficiencia y de pragmatismo pues el éxito de Cataluña era también el nuestro y el del resto de España. Hoy, a la vista de los acontecimientos, no puedo sino sentirme engañado y decepcionado. Ayer mismo aquí en Málaga una apreciada colega catalana del Hospital Valls d´Hebron a la que habíamos invitado para formar parte del tribunal de una tesis doctoral, a la que conozco y aprecio desde hace cuarenta años y que conocen y aprecian todas esta generaciones de endocrinólogos españoles, de los que ha recibido todo el cariño, reconocimiento y apoyo, ante una discreta pregunta de una de las contertulias de la sobremesa, se definió sin pudor, sin matices, con altanería y en el contexto de la conversación sin cortesía alguna, como independentista total. ¡Jamás lo hubiera podido imaginar de ella!
Cierta parte de la sociedad catalana, incluidos algunos antiguos colegas con los que he trabajado estrechamente, se quieren quedar con todo, incluido lo que allí hemos dejado tantos médicos y científicos españoles (me limito a mi experiencia personal, aunque supongo que se puede extender a otros ámbitos). ¿Qué son todos estos laboratorios que han sido financiados por las instituciones españolas y que los podríamos disfrutar en otras ciudades pero que de común acuerdo decidimos que se quedaran en Cataluña, porque sin duda se lo merecían, pero sobre todo porque el éxito de ellos era también el nuestro? ¡Qué ingenuidad!. Ahora muchos de nosotros nos sentimos traicionados en la confianza depositada en aquella sociedad catalana y en la comunidad científica y médica en mi caso particular, a la que considerábamos y sentíamos como propia. Una parte de esa sociedad quiere ahora hacer realidad en 'horas veinticuatro' un sentimiento más propio del romanticismo de la época de mis bisabuelos que de una sociedad avanzada. Desprecian los lazos que hemos construido (mi familia y yo somos un buen ejemplo) a lo largo de cientos de años y prefieren dejarse arrebatar por un sueño impropio de una sociedad madura y adulta, ahora dispuesta a cualquier cosa por satisfacer un deseo identitario que ignora irresponsablemente sus consecuencias. Qué decepción el de ese 'pueblo catalán' al que desde una España acomplejada habíamos concedido unos privilegios de liderazgo moral y social que ahora vemos tan equivocados. Mi colega de ayer se reconocía, además de ¡izquierdas! ¿Cómo pueden gente tal ilustrada caer en esa sociopatía irresponsable? Ante mi silencio elocuente y cortés, nos despedimos. «Nos vemos pronto, ¿no?», dijo. «Dependerá de lo que ocurra en Cataluña», contesté. Pareció no entenderme. Puso cara de perplejidad, porque ni siquiera era capaz de concebir mi estupor y mi desprecio. ¡Quería además mi cariño y mi comprensión! Freud y Almodóvar han analizado magistralmente, con estilos distintos pero resultados parecidos, la tragedia que supone dejarse arrebatar por el deseo. Los pueblos enferman como lo hacen las personas. Un pueblo que no es capaz de reconocerse en el tiempo y en el lugar que le toca, que vive ensueños y fantasías impropias del momento y que ni siquiera es consciente del daño que se puede hacer a sí mismo ni a los demás, es un pueblo enfermo, como lo fue el pueblo alemán de entreguerras o los marbellíes en la época de Gil. Hoy le ha tocado al pueblo de Cataluña. Mañana podrían ser los andaluces o cualquier otro pueblo de España o de Europa, pues las sociopatías se transmiten como las enfermedades contagiosas. Es por esto que el Estado español no puede perder esta guerra. Ni por los catalanes ni por el resto de los ciudadanos españoles. Cataluña no se merece este espectáculo y la memoria de mis antepasados tampoco. ¡Qué hastío!