sábado, 17 de diciembre de 2016

POR FIN LO HAN CONSEGUIDO

LA TRIBUNA
FEDERICO SORIGUER / MÉDICO Y MIEMBRO DE NÚMERO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
17 diciembre 201610:28
http://www.diariosur.es/opinion/201612/17/conseguido-20161217003002-v.html

En todos los periódicos del país han aparecido los resultados de la tercera edición del 'Monitor de Reputación Sanitaria', una empresa que se dedica a elaborar índices y ranking de reputación de empresas y servicios. Como informaba SUR del día 15 de diciembre, los dos hospitales de Málaga capital caen en picado en el ranking de reputación. Carlos Haya ha pasado de la posición 17 a la 49 y el Clínico de la 20 a la 33. Una colega amiga me llama muy temprano ese día y con desolación me dice: ¡Por fin lo han conseguido! La Consejería de Salud, tal como hizo Educación con el PISA, se ha apresurado a decir que duda de los resultados pues nadie les ha pedido ningún dato.
Y es en esta misma respuesta donde comienza parte del problema. ¿De verdad que tienen información que los ciudadanos, los profesionales, las agencias e institutos de evaluación independientes no conocen? ¿No debería ser toda la información pública? Por qué hay que pedirles a ellos, como si fueran sus propietarios, una información que nos pertenece a todos?
Pues, al parecer, la tienen y celosamente guardada, lo que es antidemocrático y es precisamente este celo sensor y antidemocrático de la gestión de la información parte de la explicación del actual deterioro de la sanidad pública andaluza. El Hospital Carlos Haya se inauguro en 1956. Hasta finales de los años sesenta fue una Residencia del Seguro regida con mano de hierro por un coronel militar en la que comenzaron a trabajar jóvenes médicos y enfermeras que la sacaron para adelante y a los que no se les ha hecho aún suficiente justicia. En los años setenta sufre una gran transformación, como el resto de los grandes hospitales del país, pasando en la jerga del franquismo de Residencia a Ciudad Sanitaria, asumiendo desde el punto de vista asistencial una creciente complejidad y desde el punto de vista docente la formación de los médicos especialistas (MIR), que en muy poco tiempo cambiarían la historia de la sanidad española. A pesar de la grave crisis económica que se produjo en los finales de los años setenta en los últimos veinte años del siglo XX el Hospital Carlos Haya experimentó un crecimiento extraordinario, no solo por sus sucesivas y desordenadas ampliaciones, sino también cualitativo, pues fueron los años en los que aquellas promociones de jóvenes médicos venidos de toda España desarrollaron toda su creatividad. Se crearon nuevos servicios, muchos de los cuales alcanzaron gran prestigio en toda España y comenzó a organizarse una incipiente investigación con la aparición de grupos que llegaron a ser líderes nacionales en algunas áreas de la biomedicina. Nada de esto fue fácil, incluso laboralmente fue una etapa muy conflictiva, y sus luces y sus sombras pueden ser consultadas en el libro que publicamos con el periodista Paco García (Historia del Hospital Carlos Haya y sus Pabellones). Pero la dirección de la flecha fue la adecuada. Éramos muchos los que, a pesar de todas las dificultades, estábamos orgullososde trabajar en aquel hospital público. Sin embargo las cosas poco a poco fueron cambiando. Todos estábamos de acuerdo que la creciente complejidad y los nuevos tiempos exigían un cambio de modelo de gestión, pero ya a finales del siglo pasado comenzamos a ver que el nuevo modelo, que en otros lugares hemos llamado gerencialita, se estaba pasando, como se dice hoy, tres pueblos. La sustitución de los viejos servicios médicos y quirúrgicos por las nuevas UGC (Unidades de Gestión Clínica), bien recibidas al principio se hizo con un despotismo que ha tenido poco de ilustrado.
Lejos de fomentar la autonomía profesional y la participación ha generado un nuevo modelo profesional de pasividad y sumisión y, lo que es más grave, una creciente desculturización de los nuevos profesionales que, ahora, huérfanos del viejo sentido de pertenencia a la institución, asisten, a la degradación creciente de la calidad asistencial, asumiendo acríticamente el cumplimento de los objetivos gerenciales, cualesquiera que sean. El problema se ha acentuado con la fusión de los dos hospitales, ahora cuestionada en todas las provincias por los profesionales sanitarios, excepto, al parecer, en Málaga, lo que no deja de ser sorprendente. Una ciudad con un serio problema hospitalario, que no hará más que agudizarse con el silencio cómplice de demasiados líderes profesionales de la nueva hornada. Lo dejó dicho con humor y lapidariamente el añorado Félix Bayón, aquel gran periodista: «Lo peligroso de buscar colaboradores dóciles es que los termines encontrando».
Porque más allá de la bondad del ranking, para Málaga no deja de ser un sarcasmo que los dos grandes hospitales de Sevilla, el Virgen del Rocío y el Macarena aparezcan en los puestos 8 y 14. ¿No les parece extraordinario?
En Málaga se han perdido muchas oportunidades. La media de directores y gerentes desde la transición ha sido de 1,5 por año, lo que habla por sí mismo. Salvo en algún caso concreto nunca ha habido un proyecto hospitalario a largo plazo y el que hubo como el del nuevo Hospital Carlos Haya fue un fiasco (que habría que volver a exigir pues esta situación no se arregla con un tercer hospitalito). En los últimos tiempos los delegados de Salud, que deben traducir los problemas locales ante la Junta, han sido personas con escasa formación, sin ninguna visibilidad pública y desde luego sin influencia alguna en Sevilla.

Podríamos seguir pero no tengo sitio para más en esta Tribuna. Solo para dejar constancia de mi profunda tristeza. Consiguieron, tarde y mal, quitarle al Hospital el nombre pero con él también se han llevado su espíritu. A esta pérdida, el informe aquí comentado le llama prestigio que es algo que se gana muy duramente y que cuando se pierde es muy difícil de recuperar.

jueves, 8 de diciembre de 2016

PISA CON ACENTO ANDALUZ

LA TRIBUNA

FEDERICO SORIGUER / MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
8 diciembre 201610:01
http://www.diariosur.es/opinion/201612/08/pisa-acento-andaluz-20161208004555-v.html

El informe PISA nos ha vuelto a sorprender y de nuevo comienzan los lamentos y las justificaciones. Hace unos años desde la Junta de Andalucía se inició una campaña de exaltación de la forma de hablar en Andalucía como respuesta a las descalificaciones, procedentes desde instancias diversas del país, como las muy recientes de la señora Cifuentes. Lo andaluz como lo pobre y el acento andaluz como la expresión de la falta de cultura. Aquella campaña fue ridícula además de inútil pues intentaba despertar un nacionalismo andaluz de bajo grado. Ridícula, inútil y populista pues con la disculpa de exaltar el sentido de pertenencia, se trataba de tapar los graves problemas y deficiencias que aún padece Andalucía. ¿Alguien duda de que si Andalucía estuviera a la cabeza de España y de Europa en marcadores de desarrollo social y económico este mismo acento hoy sería de buen tono en los salones de las cortes de los poderosos?
Porque el problema no es el acento andaluz sino la indigencia cultural que todavía reside en los lugares más insospechados de la sociedad andaluza y que oscurece la enorme riqueza que Andalucía encierra. Porque Andalucía no converge. Especialmente no converge culturalmente. Limitémonos en esta columna a la educación. Desde el minuto uno de la Transición el objetivo fue la universalización de la educación. Que los andaluces dejaran de ser mayoritariamente analfabetos fue, sin duda, un éxito. Pero ahí se quedó la cosa y en el minuto dos había que haber intentado algo más. Y es entonces cuando todas las fuerzas políticas levantaron el píe del acelerador. Como aquí ha gobernado la izquierda hablaremos de ella. Conseguida la universalización, para esta izquierda los objetivos educativos fueron, sobre todo, el igualitarismo y el reforzamiento de la cultura popular. La consecuencia al cabo de tantos años ha sido la mediocritas. Porque la obsesión igualitarista nada tiene que ver con la igualdad de oportunidades o de salida y ni siquiera con la igualdad de llegada. Se ha puesto mucho más énfasis en la homogeneización que en la emulación, en el reforzamiento de la cultura popular que en la disciplina y el esfuerzo. La cultura popular, tal como la entendía el creador de la antropología moderna Fran Boas tiene más que ver con el conjunto de hábitos y costumbres que identifican a una comunidad en un momento determinado, que con el mérito. Se tiene una cultura popular por el mero hecho de vivir en este sitio y no en otro cualquiera. Puede ser maravillosa en algunas cosas y execrable en otras. Aquí y en Sebastopol. A los nacionalistas etno-económicos de siempre, a los nuevos e insolidarios nacionalistas del PP de Madrid y a los folko-nacionalistas andaluces habría que recordarles lo que decía George Brassens (traducción libre), «todos los imbéciles han nacido en algunas parte». Pero la cultura popular no es algo de lo que se tengan que ocupar ni los políticos ni mucho menos la escuela. Ya se encarga la sociedad, que es de donde surge. Sin embargo en Andalucía las clases dirigentes de la etapa democrática desde el primer momento se pusieron al frente de todo lo que oliera a popular hasta apropiárselo, utilizándola como el mejor instrumento para controlar a esa misma sociedad. A pesar de los maestros, víctimas y héroes de esta historia. Ahora la gente ha dejado de ser ágrafa, sabe leer, pero no lee. Tampoco ha aprendido a cuestionarse el mundo. Ni el mundo natural a través de una cultura científica ni el mundo social a través del pensamiento crítico. Hasta hace no mucho las personas que no sabían leer ni escribir, las clases más desfavorecidas eran conscientes de su ignorancia. Sabían que no sabían y se rebelaban para intentar cambiarlo. Al menos lo intentaban. Además su cultura, sus conocimientos, eran el resultado de una transmisión oral que le proporcionaba una extraordinaria riqueza expresiva y comunicativa. Así lo reconocieron todos los estudiosos que hicieron investigaciones antropológicas y lingüísticas en Andalucía. Pero las actuales generaciones alfabetizadas no saben que no saben y ni siquiera se cuestionan su identidad comunicativa. Hoy una parte significativa de la población ha empobrecido su lenguaje y con él la capacidad de expresar conceptos e ideas más o menos complicadas. En su lugar han reforzado el acento oscureciendo la pronunciación. Con estas mimbres la tosquedad está servida. La cuestión se agrava por las nuevas tendencias de la sociedad del consumo masificado. Son, precisamente, estos grupos menos favorecidos culturalmente (a los que ahora la consejería de Educación echa la culpa de los resultados del informe PISA), los que tienen menos instrumentos para defenderse de los mensajes, las modas y el consumo. Hoy la cultura popular la impone la televisión, el mercado y el mundo de la farándula y el espectáculo.
Por otro lado ya no es, como en algún momento ocurrió, que las masas intentan imitar el estilo y la vida de la burguesía. Ahora los límites están difusos y son precisamente estas grandes masas las que marcan tendencias y estilos. Las clases medias terminan siendo contagiadas, al menos parcialmente, de las maneras de expresarse social y estéticamente de aquellos grupos menos favorecidos culturalmente. Hace algún tiempo escribí críticamente sobre la película 'Carmina o Revienta', ese gigantesco monumento a la ordinariez andaluza. Me escribieron algunas personas indignadas por lo que al parecer supuso un desprecio a las clases populares, verdaderas representares de la identidad colectiva. Pablo Aranda en una de sus columnas en el SUR contaba que en la presentación de un libro, le hicieron un extrañísimo comentario presuntamente elogioso: «¿Escribes tan bien para compensar tu forma de hablar?» Su interlocutor se refería al acento andaluz. «Contesté lo que pensaba y no le di mayor importancia, para qué ocuparme de tonterías».. «pero son muchas veces ya y cansa» (-escribe Pablo Aranda-). Querido y admirado Pablo, me parece que aún te queda trabajo para rato, porque en Andalucía vamos sobrados de identidad. Lo que nos falta, al parecer, es otra cosa.